lunes, 18 de noviembre de 2013

De dieta


-Es una dieta disociada- explicó la mujer. El hombre puso cara de no entender demasiado de qué iba la cosa. – Claro- continuó ella- disociás alimentos. Por ejemplo, no comés carbohidratos si vas a comer proteínas, ni proteínas con las fibras, ni fibras con colesterol... ni colesterol con nada, ahora que lo pienso-. Y ahí se mandó unas sonoras carcajadas que hicieron que todos miráramos. 
El hombre que la acompañaba, un compañero de trabajo, supongo, tenía cara de estar tomando, por obligación, un curso de chino de alguna de las dinastías perdidas. –Es buenísima- volvió a la carga la mujer- en los primeros cuatro días bajé 457 gramos-. El hombre pareció sorprenderse -¿457 gramos?- preguntó. –Sí. Me tuve que comprar una balanza electrónica, eso sí, para llevar el control exacto. ¿No es buenísima?
- ¿La dieta o la balanza? – preguntó él.
– Bueno... las dos cosas. La balanza es muy buena, y así me costó, claro.Pero la saqué con la tarjeta en cuotas.
Yo, sentado en el asiento de atrás, trataba de concentrarme en la lectura, pero hay veces que la realidad supera ampliamente a la ficción. Lo de tener que comprarse una balanza electrónica super exacta para poder hacer una dieta, me parece, al menos, exagerado. Pero, bueno, la mujer estaba chocha con su balanza, que quizás la ayude en la dieta por el sólo hecho de su precio cuyo pago no le permitirá, tal vez, comprar demasiada comida. Una balanza personal que muestre los gramos con exactitud tiene que ser carísima.
- Es que no podía más- dijo la mujer – me estaba cansando que era un disparate. Subía las escaleras y llegaba boqueando. Y vos sabés que tengo que subir y bajar esas escaleras ochenta veces al día. Yo me di cuenta que estaba engordando cuando el portero dejó de decirme barbaridades y de invitarme a salir. ¡Si será atrevido! Él sabe que estoy casada porque el Negro va cada dos por tres a buscarme. Claro, cuando viene el Negro se porta de lo más formalito, le da la mano y todo, pero las cosas que me decía no están escritas. Yo al Negro no le cuento lo que me dice el portero porque todavía va y lo mata de una paliza. El Negro siempre fue muy celoso. Pero te decía: a todo esto, el portero dejó de decirme las cosas que me decía, y además al Negro se le ocurrió empezar a decirme “Gorda”, cuando toda la vida me dijo “Rubia”. Siempre fuimos el “Negro” y la “Rubia”, pero pasar a ser el “Negro” y la “Gorda”, te lo regalo. No, no, no, te lo regalo. Pero lo peor de todo, lo peor de todo fue la semana pasada. Yo estaba limpiando el pasillo de arriba, hincada en el piso y ¿no pasa el gerente y no me saluda? Yo, dura,  le dije “Buen Día”, y ahí se da vuelta, me ve y me dice “Disculpe Norma, no la había reconocido”. ¿Entendés? ¡No me había reconocido! ¡Me vio de atrás y no me reconoció! ¡Casi me muero! Ahí fue cuando me dije “Norma, tenés que adelgazar”. Nueva andanada de carcajadas.
El hombre que iba con ella mostraba, a esta altura, un peculiar color morado. No sé si de aguantar la risa o de la vergüenza, porque mientras Norma hacía su cuento, liberaba su veta más histriónica: la última parte de su relato fue hecha casi a los gritos y con una géstica más propia de un gran teatro que de un 116 a las 17:45. Como para que nadie diga que algunos personajes de Almodóvar y Gasalla no son copias del natural.
Lo cosa es que lo que cuento es cierto, palabra más, palabra menos. Cuando veo y escucho cosas así, es cuando me pregunto a qué se referirán algunos cuando dicen que los uruguayos somos tan discretos, prudentes, reservados, formales y hasta grises. A mí me parece que estamos cada vez más pintorescos, cada vez más parecidos a un capítulo de de telenovela argentina Pero no me malinterpreten: me encantó la deshinibición de la tal Norma. Al fin y al cabo me dio algo para contar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu comentario está pendiente de autorización.