martes, 29 de julio de 2014

Suicidio definitivo



No el mío, claro, que si no, no estaría acá escribiendo, vamos. Si bien hace meses que no posteo nada, estoy vivo. No: el que se suicidó definitivamente fue el calefón. Sí, el mismo que se había precipitado sobre mi cabeza en setiembre.
Estaba sentado a la computadora cuando de repente escuché un estruendo que venía de algún lugar de la casa. Yo estaba tan distraído que no registré de donde había venido el ruido exactamente, pero mi reacción inmediata fue gritar “¡Miranda!”, a lo que ella, Miranda, respondió “miau” directamente desde mi falda, así que, evidentemente, no había sido ella la responsable de la caída de lo que fuera que se había caído. En cualquier caso, la situación ilustra claramente mi grado de abstracción en ese momento: la pobre gata estaba en mi falda, y yo, insensible, retándola por reflejo. No hay derecho. Miranda, como es obvio, me miró con su peor cara de desaprobación. Los que tengan gatos sabrán perfectamente a qué me refiero.
Lo siguiente fue que apareció Martín por el pasillo preguntando qué había sido eso para luego frenar en seco al llegar a la puerta del baño. Se quedó ahí parado, mirando con incredulidad hacia adentro del baño, sin atinar a hacer otra cosa que rascarse la cabeza de pura impresión. Yo me saqué a Miranda de encima, fui corriendo y ahí lo vi: el calefón yacía medio destripado en la bañera, apenas sostenido por los caños que parecían a punto de reventar. Increíble. Y lo hizo solito, esta vez no estaba yo para ayudarlo a caer, pero se ve que luego de aquella primera caída algo quedó flojo en algún lugar y, bueno… el pobre aguantó todo lo que pudo. Hay que ver lo nobles que pueden llegar a ser los calefones. Éste, al menos, esperó a que no hubiera nadie en el baño para lanzarse al vacío. Noble pero depresivo, el calefón, ahora que lo pienso.
En fin... No intentamos volverlo a poner, ya con dos caídas era suficiente. No sólo no daba para arriesgarse, sino que además el plástico exterior explotó, literalmente y se veía que ya no iba a querer más nada.
El sepelio fue breve: lo dejamos abajo, con la basura, y fuimos y nos compramos otro, éste de treinta litros. No digo que nos haya cambiado la vida, pero un poco sí. Ahora los baños son un poquito más largos, y a la edad de uno eso no es poca cosa.
Lo de la edad viene a colación de que cumplí mis cuarenta en abril. No sentí vejez prematura, ni dolor en las articulaciones ni, mucho menos, ramalazos de sabiduría rezumando por mis neuronas. No. Todo siguió más o menos igual. Eso aparte, claro está, de que renuncié a uno de mis trabajos y me puse a tomar clases de ballet. Ah… Eso deben ser los famosos cuarenta: hacer disparates sin culpa y sin conciencia de “disparatez”. Vaya…