lunes, 18 de abril de 2016

Un perro, un rato



Salgo, a pesar del mal tiempo, a hacer mandados. Cuando llego a la calle veo que hay un perro sentado en el portal, como esperando que escampe el viento. El perro me mira y mueve la cola. Eso no es de extrañar: Colonia está llena de perros sueltos, en general muy mansos, que van de aquí para allá todo el tiempo. “Hola, perro”, le digo, y el perro considera que es buena idea acompañarme, así que me sigue. Es un perro grande, blanco y negro, fuerte, macizo. Impone respeto pero se ve que es un buenazo. Llego a la esquina, espero que pasen los autos y cambie el semáforo, el perro se sienta a esperar a mi lado. Cruzo, el perro cruza conmigo. Camino dos cuadras, el perro camina conmigo. Me meto en la ferretería y el perro, muy educado, no entra, se sienta a esperar en la puerta. Yo ando buscando sujetalibros, de esos que se ponen en las bibliotecas para evitar que los libros de la punta caigan al piso cuando tus bibliotecas son simples estantes. Esos que son como un codo de metal, un rectángulo plegado en ángulo recto, una cosa sencillita. Y esto fue porque con la humedad eterna de los últimos días, algunos libros se empezaron a abrir y uno saltó al vacío con tan buena puntería que justo yo estaba abajo, sentado en una silla. No era un libro pesado, por suerte. Se trataba de “El hombre que calculaba”, de Malba Tahan. Muy lindo libro, pero yo no andaba con ánimo para dilemas matemáticos, así que lo dejé en la biblioteca, cambiando un poco el orden y poniendo en la punta del estante un libro más grueso, de tapa dura, para que oficiara de tope. 
En fin, sigo: en la ferretería no tienen lo que quiero y me mandan a una casa de decoración cercana. Salgo, el perro se levanta y camina conmigo, así que ahí vamos los dos, por la vereda. Confieso que la sensación es muy linda, el perro y yo, haciendo equipo entre el viento y la llovizna pertinaz. Me encanta la palabra “pertinaz” y no siempre tiene uno la posibilidad de usarla, ¿verdad? Pues así está la cosa: llovizna pertinaz y casi que paralela al piso, de tanto viento. A Perro y a mí, juntos contra la meteorología, nos tiene sin cuidado y caminamos, muy compinches. Entro a la casa de decoración y Perro me espera en la puerta. Tampoco tienen y me mandan a una casa de artesanías cerca del Barrio Histórico. Atravesamos la plaza de los sapitos por la diagonal y llegamos a la esquina donde está la parada de taxis. Un niño que cruza con su madre me saluda: “¡Hola, Federico!”. Asumo que será alguno de los muchos niños con los que me encontré el año pasado en la biblioteca infantil, a propósito de la reedición de mi libro para niños (“El chou de los lagartos”, en venta en todas las librerías. Compralo: es re lindo.) Me detengo a saludar al niño y Perro se sienta, bien junto a mí. El niño me dice “¡Qué lindo perro! ¿Es tuyo?”, y antes de que yo le explique que en realidad no, que es un perro de la calle que me sigue, el niño dice “¡La pata!” y para mi sorpresa, Perro le da la pata. Sí. Te lo juro: Perro le da la pata al niño. Para cuando el chiquilín me pregunta el nombre, ya tengo decidido que Perro, en realidad,  se llama Mincho. “¿Mincho?”, pregunta el niño. “Mincho”, digo yo, orgulloso de mi perro, tan educado. Nos despedimos. El niño abraza a Mincho, que parece sonreír, y me abraza a mí. Seguimos camino. Llego a la casa de artesanías, Mincho me espera afuera. Tampoco tienen sujetalibros y me mandan a la librería de la cuadra anterior. Pasamos por una de las parrilladas, que tiene mesas afuera, en una suerte de túnel entoldado, y me encuentro con un conocido de Montevideo y su esposa, almorzando. Él, en ataque de fastidio por el clima que, literalmente, les aguó el fin de semana largo, me pregunta desde cuándo tengo perro. Respondo que desde hace un tiempo. En un arranque de inspiración, le digo a Mincho: “Mincho, dale la pata al señor”, a lo que mi conocido estira la mano y Mincho, sí, otra vez,  le da la pata. Mi perro es lo máximo, ¿no? Me dan ganas de llorar de pura emoción. “¿Le puedo dar un hueso?”, pregunta la esposa de mi conocido, enternecida, y entonces dudo. Temo que si Mincho obtiene un hueso se olvide de mí, porque a esa altura ya decidí que Mincho se viene conmigo a casa, así, sin discutir la idea con Martín ni pensar en Miranda, mi gata, que le tiene pavor a los perros. Pero enseguida pienso que ya que me acompañó todo ese rato, lo menos que se merece es un hueso, así que le digo que le dé nomás y, suspiro, que sea lo que Dios quiera. Ella le da el hueso, él lo toma, me despido de mis conocidos y sigo caminando. Mincho, por suerte, viene conmigo, hueso en boca y en un solo revolear de rabo. Yo me alegro, me alegro mucho. Por supuesto en la librería tampoco tienen sujetalibros, pero para mí todo es felicidad y si, como Mincho, tuviera rabo, lo estaría sacudiendo de lo lindo. Caminamos, Mincho y yo. Me meto en el supermercado y Mincho aprovecha para mascar su hueso mientras me espera. Salgo unos minutos después y ponemos dirección a casa pero, cuando estamos llegando a la esquina del supermercado, alguien grita algo que me suena a “¡Camundá!” y Mincho, con un gemido de alegría, se aleja corriendo sin mirar atrás, hacia el hombre que, ahora lo veo, lo está llamando. ¡Y se van juntos, calle abajo! El mundo pierde, súbitamente, todo su color. El clima es una catástrofe, la lluvia una porquería y el viento un fastidio mayúsculo. Mientras camino de vuelta a casa, solo como un perro solo, pienso que “Mincho” era mucho mejor nombre que “Camundá” y me pregunto cómo cornos voy a explicar la comida para perros que llevo en la bolsa del supermercado. Por suerte Miranda, al menos, no hace preguntas.