miércoles, 11 de marzo de 2015

La nena




La niña, de unos ocho o nueve años, estaba siempre en el murito. Una nena de lo más común, nada en su fisonomía denunciaba nada de lo que era capaz: ni sus rubias trenzas, ni sus ojazos verdes, ni su gesto despreocupado, mirando hacia la calle. Pero lo cierto es que cada vez que yo pasaba por ahí (dos veces por día, tres veces por semana, siempre a la misma hora, que es la hora en la que voy al gimnasio a tratar de olvidar que cumplo cuarenta y uno en cualquier momento, y a la vuelta, ya convencido de que los cincuenta y cuatro están ahí nomás), la nena, tan nena, me decía “¡Puto!”.
La primera vez me sorprendió de tal manera y me sentí tan violentamente agredido, que seguí caminando, con la mirada clavada en las baldosas, en plena reminiscencia de mi vida adolescente, cuando gritarme “¡puto!” era algo así como un deporte local en mi ciudad de origen. Además, vamos, ¿qué hace uno cuando se enfrenta a una situación así? Seguí caminando. A la vuelta del gimnasio, que tuvo la virtud de disipar mis dolores retroactivos, la nena seguía en el murito. Debo confesar que consideré cruzar a la vereda de enfrente, pero la dignidad me lo impidió: no podía temerle a una nena. Puse mi peor cara de pocos amigos y avancé con decisión, sin mirarla, pero cuando pasé junto a ella me lo volvió a decir, aunque esta vez lo hizo bajito, casi un susurro: “¡Puto!”. Claro, la madre, o la tía, o la niñera, estaba sentada unos metros más allá, en el jardín resguardado por el murito en cuestión, entregada a algo que me pareció crochet. En fin… la sorpresa, de nuevo. No dije nada, después de todo era una nena. Miré, eso sí, a la señora del crochet, buscando ayuda, pero ella, concentrada en los puntos de algo que se parecía peligrosamente a una carpetita, no se había dado cuenta de nada.
Dos días después, lo mismo. Y dos días después, exactamente lo mismo. Las últimas veces, la nena, aún con la señora del crochet en la vuelta, no había bajado la voz. Ya se había dado cuenta de que el mantel que la mujer tejía le impedía enterarse de nada de lo que ocurría a unos metros de ella. Y dije mantel, sí: la carpetita había crecido y ya no era carpetita nada.
A la semana siguiente tenía que dar unas vueltas antes de ir al gimnasio, así que fui por otro lado  y no vi a la nena, pero, cuando volvía a casa, estaba ahí, en el murito. Y cuando pasé, zas, “¡puto!”. Respiré hondo. Avancé unos pasos y la escuché: “¡Conchuda!”. Y ahí sí, me di vuelta dispuesto a defenderme porque aquello ya era demasiado. Fue entonces que entendí todo: detrás de mí venía caminando una mujer y el insulto era para ella. O sea, todo indicaba que la nena no tenía nada en contra de mí específicamente, sino que su diversión vespertina consistía en insultar a la gente que pasaba y se ve que su repertorio era limitado: “puto” y “conchuda”, y usaba las palabras como si de juguetes se trataran. La mujer miró a la nena con desprecio y le preguntó: “¿Qué te pasa?”, a lo que la nena se fue zumbando al fondo del jardín y se sentó junto a la señora del crochet, mirándonos, desafiante, tan nena, la nena. La mujer encogió los hombros y siguió caminando, meneando la cabeza, en clara desaprobación de la ordinariez de la nena. "Guacha de mierda", me dijo por lo bajo, cuando pasó junto a mí. Con la dudosa satisfacción de mi descubrimiento, seguí mi camino. 
El miércoles, cuando pasaba por el murito de la nena, me lo volvió a decir: “¡puto!”, poniendo esta vez la voz finita, como de dibujo animado. Yo frené en seco y, en un instante, como si me estuviera por morir y la vida me pasara por delante, pensé todas las opciones. Primero, que la nena era más mala que malísima. Después, que seguramente la nena no tenía idea de lo que estaba diciendo y que, además, era evidente que nadie le paraba el carro. Luego consideré que la señora del crochet estaba casi tapada por lo que ahora parecía una enorme colcha multicolor y que, claro, con esa labor, mal se ocupaba de la niña. Entonces miré a la nena a los ojos (muy verdes, divinos) y le espeté: “¡Estúpida!”. La nena se quedó de una pieza: no lo esperaba. Yo me quedé ahí parado, sosteniendo su mirada, dispuesto a lo que fuera. La nena se puso color bordó y gritó: “¡Mamá!” e, increíblemente, la señora del crochet levantó la cara de su labor, miró a la nena y le preguntó qué pasaba. “Me dijo estúpida”, acusó la nena, señalándome con un dedo y confirmando mi teoría de que era absolutamente malvada. Pero el pescado estaba todo vendido, así que me planté a esperar el resultado de mi acción con toda la dignidad de la que se es capaz cuando uno está todo sudado, en short de gimnasia y musculosa. La señora del crochet, en estado de defenestración, recogió, no sin esfuerzo, los múltiples faldones de la colcha, tiró todo a un costado y corrió hacia nosotros. Por encima del murito, me increpó: “¿Qué le dijo?” y yo, como me enseñó mamita, respondí con la verdad: “Le dije “estúpida””. La mujer no esperaba tal arrebato de sinceridad y se quedó, igual que la nena, de una pieza. “¿Cómo?”, preguntó, segura de haber oído mal. “Estúpida”, dije yo, "Estúpida. Le dije "estúpida"". Así, tres veces y remarcando las palabras, cosa de disipar cualquier duda acerca de mis dichos. La mujer me midió con los ojos, azorada, no lo podía creer. “¿Y por qué hizo eso? ¿No le da vergüenza, meterse con una nena?”. “Me daría vergüenza si la nena no me dijera “puto” cada vez que paso”. “¿Qué qué quéeeeeee?”, gritó la señora, incrédula, mirando a la nena, que ya no sabía dónde meterse, por mi acusación, por la reacción de su madre y por la profusión de insultos, ya dichos con todo desparpajo. “Me dice “puto”. Cada vez que paso, la nena me dice “puto”. Y el otro día la escuché diciéndole “conchuda” a una señora que lo que menos tenía era cara de conchuda, fijesé”. “¿Qué qué quéeeeeeeeee?”, volvió a gritar la mujer, al borde del ataque. “Lo que oye, señora. Si levantara la vista de su colcha, se daría cuenta de los desmanes de la nena”, “¡No es una colcha! ¡Es un cubrecama!”, aulló la mujer, completamente desbordada por la situación. “Lo que sea, señora, colcha, cubrecama… ¿no es lo mismo?”, reflexioné en voz alta, “No importa", continué, "Su hija es… su hija es…”, “¡Una nena!”, gritó la mujer. “Ah, mire usted. Así que como es una nena yo no le puedo decir estúpida, pero ella puede decirle puto y conchuda y a la gente que pasa desprevenida", argumenté, a lo que la mujer reaccionó tapando los oídos de la nena con tal vehemencia que temí que le aplastara el cráneo. “¡No diga esas cosas!”, me gritó. “¿Puto y conchuda? ¿Por qué? La nena ya sabe esas palabras. Sin ir más lejos, "puto" me la dice lunes, miércoles y viernes, a las cuatro y a las cinco y media”. “Pero eso no le da derecho a decirle… a decirle…” “Estúpida”, completó la nena, en un hilo de voz. “¡Eso! No le puede decir… eso a la nena”. “¿Y ella me puede decir “puto” a mí?”. “No va a comparar”, dijo ella, y yo, al borde de la indignación consuetudinaria: “Ah, mire usted, qué bárbaro, qué justo…”.  Y cuando iba a empezar un bonito discurso acerca de los deberes inherentes a la patria potestad, el respeto al otro y la convivencia con la diversidad, ocurrió la cosa más absurda: la nena, de pronto, me miró con atención, como si fuera la primera vez que me veía, y dijo “Vos sos el del libro...”. La madre la miró, sin comprender. “¿Qué libro?”, preguntó. “El de los lagartos”, respondió la nena, y entró corriendo a la casa para volver enseguida con una copia de mi libro para niños. Allí, en las últimas páginas, está mi foto. La mujer miraba la foto, me miraba a mí, miraba a la nena, y aún así no podía creer lo que estaba viviendo, ni, mucho menos, entender cómo el autor de un libro para niños podía decir tantas veces "puto" sin ruborizarse. Así que le preguntó a la nena: “¿Y vos le dijiste... “eso” al señor?”. Y ahí la nena miró al piso y asumió su participación en el delito. “Sí”, musitó. Lo demás es bastante obvio: la madre le encajó tremendo reto, la nena me pidió disculpas y que le firmara el libro y ahora, cuando paso por su casa, en vez de “puto” me grita “Fede”.  Te dejo a ti, lector querido, todas las reflexiones del caso.