viernes, 13 de diciembre de 2013

Simulacros



Hace unos días estaba nublado y agradablemente fresco, así que decidí ir caminando, al mediodía, desde la Escuela hasta la librería que regentea un amigo a quien le debía una visita.
Cuando me adentro por las calles próximas a 18 de julio, veo que salen de una guardería un montón de niños, todos agarrados a una cuerdita, comandados por una joven maestra, o al menos supuse que se trataba de la  maestra. Los niños tenían 4 o 5 años e iban todos muy concentrados en no soltarse de la cuerda. Preciosos los chiquilines, la verdad. Pero la idílica imagen de la infancia se desvaneció cuando uno de los peques soltó, a voz en cuello, “¡La concha de tu madre”. La maestra, luego de un instante de sorpresa, le preguntó “¿Qué dijiste, Rodrigo?”. Rodrigo, ni corto ni perezoso y consciente de quién mandaba en el lugar, le hizo caso y respondió a la pregunta gritando otra vez “¡La concha de tu madre!”. Por supuesto, la dicción del niño, de tan corta edad, dejaba mucho que desear, pero de todos modos se entendía perfectamente lo que estaba diciendo. La maestra quedó, primero, muda de la impresión, y luego roja de la vergüenza o de la rabia y le espetó “¡No digas esas cosas, Rodrigo!”. Rodrigo la miró, midiéndola con cara de cow-boy y gritó otra vez: “¡La concha de tu madre!”. La maestra: “¡Rodrigo!”. Cuando la maestra caminaba rápidamente hacia Rodrigo, otro niño intervino, gritando, feliz, como si hubiera descubierto algo maravilloso: “¡A oncha e tu mare!”. “¡Sebastián!”, rugió la maestra, al borde del colapso. Nunca lo hubiera hecho porque, de repente y como comandados por alguna clase de voz interior insoslayable, todos los niños se pusieron a gritar “¡La concha de tu madre, la concha de tu madre!”, cada uno en la medida de sus posibilidades fonéticas. Yo, simulando atarme los cordones (me los até y desaté como cuatro veces), observaba todo desde la vereda de enfrente. La pobre maestra se dio cuenta de que no tenía sentido ponerse a gritar en retahíla los nombres de los quince o dieciséis niños y niñas que acababan de descubrir lo divertido que era hacer enojar a la maestra a coro y, rápidamente y al borde de las lágrimas, los metió a todos de nuevo para la guardería, bajo la mirada atenta de otra maestra que se había asomado a la puerta a observar qué pasaba.  Mientras me alejaba pensaba en que de eso se trata lo del “liderazgo negativo” del que tanto hablan docentes y pedagogos. También me quedé pensando en que así se hacen las revoluciones. Vaya uno a saber a dónde estaban llevando a las pobres criaturas y Rodrigo, que era evidentemente un demonio de armas tomar, salvó la situación, no digamos con elegancia, pero sí con inventiva.
Más adelante, a punto de llegar a la librería, una mujer abrió tan intempestivamente la puerta del auto que acababa de estacionar, que una joven que venía caminando no tuvo tiempo de esquivarla y se la llevó puesta. “¡Eh, señora, cuidado!”. La señora no era muy señora y creo que el apelativo la debe haber ofendido, porque le contestó de muy malos modos “Tenés que ir atenta. Si ves que estoy estacionando, es lógico que luego abra la puerta”, “Lo lógico sería que usted se fijara antes de abrir, ¿no ve que las veredas están llenas de gente?”. Yo, a unos metros, simulaba leer sms en el celular.  Tendría que haber sacado fotos, pero no se me ocurrió, seré idiota. Las dos discutieron acaloradamente por unos instantes hasta que la joven, harta, mandó a cagar a la otra y siguió adelante, masajeándose el brazo. Yo iba detrás. Al llegar a la esquina, la joven, tal vez llevada por la lógica de un rabioso soliloquio interior,  se dio vuelta y gritó, furibunda “¡Estúpida!”. Yo estaba tan cerca que si no hubiera visto la situación anterior habría pensado que me lo decía a mí, a pesar de mi barba, que claramente me postulaba para “estúpido”, pero jamás para “estúpida”, pero no, era la señora del auto que, por supuesto, ya no estaba a la vista. Frustrada, furiosa y avergonzada por el papelón, la chica dio una patada en el suelo al mismo tiempo que soltaba un bufido, dobló rápidamente por Carlos Roxlo y se perdió entre la gente. Por suerte en la librería de mi amigo sonaban cantos gregorianos.
Horas después, al tomar el ómnibus desde casa para volver a la escuela, me senté detrás de dos mujeres que iban en animada conversación. Parece ser que había sido el cumpleaños de 15 de “la Patricia”. Una de ellas, que no había ido al cumpleaños, le preguntó “¿Fuiste con los gurises?”, a lo que la otra contestó “Los dos grandes: la Yuremi y el Monparnás. Si llevo a los otros, no puedo hacer nada y tengo que andar cuidando que no se trepen a las mesas y se pongan los manteles como Superman”… Sí, leyeron bien: la Yuremi y el Monparnás, a los que, por lo que me pude enterar, les fue bien en la escuela este año, por suerte. Yuremi y Monparnás. Y estoy seguro de que se escribe así: Monparnás. Dudo mucho que en la cédula diga Montparnasse. Yo, en el asiento de atrás, simulaba un ataque de tos para esconder la risa. Y me retorcía de la curiosidad, esperando que dijeran el apellido de los niños, o los nombres de los otros niños, tan dados a revolucionar cumpleaños y rebolear mantelería.  En cualquier caso, estoy seguro de que Rodrigo, el malhablado de la guardería, haría buenas migas con ellos. 
En fin: me reí tanto ese día, que de noche, a pesar del estrés espantoso de fin de año, me acosté con una sonrisa y dormí como un bendito.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Las pequeñas tragedias cotidianas


Ya desde la mañana la espalda me había estado pasando avisitos, pero esta tarde, en casa, cuando me levanté de la computadora para traerme una taza de café, mi espalda y mi cuello dijeron “Basta”, y me dejaron ahí, doblado al lado de la mesa. “Tortícolis”, pensé. Ufa. Me enderecé lentamente, respirando profundamente, hice unos muy, muy, muy cuidadosos estiramientos y me dirigí al baño, a buscar un *** flex (Sí, ese, exactamente, pero no pienso dar el nombre a menos que la farmacéutica me pague por la publicidad). No había flex, había común, pero me lo tomé igual porque no me relajaría mucho, pero al menos, pensé,  calmaría el dolor. Le mandé un sms a Martín, que estaba por volver a casa del trabajo: “Me dio tortícolis. Comprá *** flex”. Martín me contestó “¿Tortícolis? Nooo, qué embole…”. Y eso fue todo. Me senté en el sillón a esperar que el *** hiciera algo de  efecto, y a esperar a Martín con el *** flex. Prendí la tele y me enteré de que la Ghidone le puso los puntos sobre las íes a la Xipolitakis. Parece que la Xipolitakis, cada vez que ve a la Ghidone o alguien menciona a la Ghidone, se agarra una teta y resulta que la Ghidone, con todo derecho, se cansó de eso. A la luz de las cosas que se decían, creo que la Ghidone puso puntos sobre las íes, las jotas, y de paso puso diéresis, tildes, de todo puso, y tan bien lo hizo que hasta le partió una uña y todo a la otra. Tremendo. Ahí estaba yo, duro en el sillón, tratando de entender qué era eso de la teta y masajeándome la zona dolorida del cuello, cuando llegó Martín. No había comprado el ***flex porque cuando leyó el sms entendió “compré” en vez de “comprá”. Estaba entrando al super a por maní y cerveza para ver el partido (nosotros siempre vemos el partido con maní y cerveza) y, en el apuro, leyó mal. Qué le vamos a hacer. Decidí comprar el ***flex al bajar del ómnibus, camino a la Escuela. Como todos los miércoles, tenía que llevarle la mochila a Emilia. La mochila no sólo es rosada, sino que además hoy estaba pesadísima, así que al levantarla casi me doblo de dolor pero, haciendo gala de un estoicismo mayúsculo, salí rumbo a la parada. Cuando llegó el ómnibus, al intentar subirme usando para ello la pierna derecha, se me trancó todo de nuevo, cuello y espalda. El conductor me miró con curiosidad. Se dio cuenta de mi mueca de dolor, supongo, porque me preguntó “¿está todo bien, flaco?” (Al menos me dijo flaco. Casi paralítico pero flaco) Le dije que sí, cambié de piernas lo más grácilmente que pude y subí al ómnibus. El conductor me seguía mirando, ya no sé si porque casi me desparramo allí mismo o por la mochila rosa, pero hice como que no me daba cuenta de nada y me dirigí al guarda. Pagué el boleto. Cuando voy a sacar el boleto del expendedor, veo que hay dos boletos esperando a ser retirados. Alguien se había olvidado del suyo. No lo pensé y agarré uno de los dos, sin fijarme cuál, y me dirigí al fondo, donde había un asiento. Como no podía girar el cuello, me senté medio de costado para poder ver por la ventana. Minutos después, cuando ya estaba en la puerta esperando para bajarme, se me ocurrió fijarme en el boleto. Era un boleto de jubilado, así que la persona que no había recogido su boleto era, obviamente, un jubilado. Tengo una amiga que dice que los boletos son unos oráculos poco menos que infalibles. Sí. Ella suma todos los números y, según lo que le dé, sabe cómo va a estar el día, la noche, la vida, lo que sea. Pero yo no necesitaba sumar nada, porque allí estaba todo el asunto, expuesto para que yo lo viera: mi futuro era el de un jubilado artrósico. Al borde del brote psicótico de tanta angustia que me dio ese avizorar mi destino trágico, me bajé del ómnibus, entré a la farmacia y, un poco balbuceante, pedí el bendito ***flex. La chica me miró con extrañeza, igual que el conductor, ya fuera por la mochila rosa o por el acendrado patetismo que con toda seguridad destilaba mi cara y, con gesto conmiserativo (casi rompo en llanto ahí mismo), me tendió el ***flex. Llegué a la Escuela, marqué tarjeta, dejé la mochila de Emilia en secretaría, fui a la cocina y me tomé la pastilla. Inmediatamente se me ocurrió (si, después de tomarlo, seré idiota), que ya me había tomado un *** y ahora me acababa de tomar un *** flex, así que, con toda seguridad, yo debía estar al borde de la intoxicación por ibuprofeno. Le di un empujón a Anselmo, me apropié de su computadora y le pregunté todo al Sr. Google. Parece ser que 800 mg de ibuprofeno no califican para sobredosis, pero igual te puede dar un buen ataque de “nistagmo”. Así como leés: nistagmo. Es una cosa horrible, un movimiento involuntario de los ojos, ya sea de costado, vertical, rotatorio o una combinación de todo. Tanto se te sube y se te baja el ojo como se te pone a girar cual trompo,  ¡y uno no puede hacer nada para frenarlo! ¡Nada! Yo me imagino con el cuerpo duro y los ojos revoleando para todos lados sin control y pienso que debería ir y encerrarme en uno de los baños antes de que eso suceda. Pero no puedo: tengo ochocientas cosas para hacer. Mierda. Y lo que no sé es si uno puede ver el partido con nistagmo. Terminarás mareado, digo yo, entre la rebeldía del ojo y el movimiento de la pelota. En fin... Una tragedia, decime si no.

lunes, 18 de noviembre de 2013

De dieta


-Es una dieta disociada- explicó la mujer. El hombre puso cara de no entender demasiado de qué iba la cosa. – Claro- continuó ella- disociás alimentos. Por ejemplo, no comés carbohidratos si vas a comer proteínas, ni proteínas con las fibras, ni fibras con colesterol... ni colesterol con nada, ahora que lo pienso-. Y ahí se mandó unas sonoras carcajadas que hicieron que todos miráramos. 
El hombre que la acompañaba, un compañero de trabajo, supongo, tenía cara de estar tomando, por obligación, un curso de chino de alguna de las dinastías perdidas. –Es buenísima- volvió a la carga la mujer- en los primeros cuatro días bajé 457 gramos-. El hombre pareció sorprenderse -¿457 gramos?- preguntó. –Sí. Me tuve que comprar una balanza electrónica, eso sí, para llevar el control exacto. ¿No es buenísima?
- ¿La dieta o la balanza? – preguntó él.
– Bueno... las dos cosas. La balanza es muy buena, y así me costó, claro.Pero la saqué con la tarjeta en cuotas.
Yo, sentado en el asiento de atrás, trataba de concentrarme en la lectura, pero hay veces que la realidad supera ampliamente a la ficción. Lo de tener que comprarse una balanza electrónica super exacta para poder hacer una dieta, me parece, al menos, exagerado. Pero, bueno, la mujer estaba chocha con su balanza, que quizás la ayude en la dieta por el sólo hecho de su precio cuyo pago no le permitirá, tal vez, comprar demasiada comida. Una balanza personal que muestre los gramos con exactitud tiene que ser carísima.
- Es que no podía más- dijo la mujer – me estaba cansando que era un disparate. Subía las escaleras y llegaba boqueando. Y vos sabés que tengo que subir y bajar esas escaleras ochenta veces al día. Yo me di cuenta que estaba engordando cuando el portero dejó de decirme barbaridades y de invitarme a salir. ¡Si será atrevido! Él sabe que estoy casada porque el Negro va cada dos por tres a buscarme. Claro, cuando viene el Negro se porta de lo más formalito, le da la mano y todo, pero las cosas que me decía no están escritas. Yo al Negro no le cuento lo que me dice el portero porque todavía va y lo mata de una paliza. El Negro siempre fue muy celoso. Pero te decía: a todo esto, el portero dejó de decirme las cosas que me decía, y además al Negro se le ocurrió empezar a decirme “Gorda”, cuando toda la vida me dijo “Rubia”. Siempre fuimos el “Negro” y la “Rubia”, pero pasar a ser el “Negro” y la “Gorda”, te lo regalo. No, no, no, te lo regalo. Pero lo peor de todo, lo peor de todo fue la semana pasada. Yo estaba limpiando el pasillo de arriba, hincada en el piso y ¿no pasa el gerente y no me saluda? Yo, dura,  le dije “Buen Día”, y ahí se da vuelta, me ve y me dice “Disculpe Norma, no la había reconocido”. ¿Entendés? ¡No me había reconocido! ¡Me vio de atrás y no me reconoció! ¡Casi me muero! Ahí fue cuando me dije “Norma, tenés que adelgazar”. Nueva andanada de carcajadas.
El hombre que iba con ella mostraba, a esta altura, un peculiar color morado. No sé si de aguantar la risa o de la vergüenza, porque mientras Norma hacía su cuento, liberaba su veta más histriónica: la última parte de su relato fue hecha casi a los gritos y con una géstica más propia de un gran teatro que de un 116 a las 17:45. Como para que nadie diga que algunos personajes de Almodóvar y Gasalla no son copias del natural.
Lo cosa es que lo que cuento es cierto, palabra más, palabra menos. Cuando veo y escucho cosas así, es cuando me pregunto a qué se referirán algunos cuando dicen que los uruguayos somos tan discretos, prudentes, reservados, formales y hasta grises. A mí me parece que estamos cada vez más pintorescos, cada vez más parecidos a un capítulo de de telenovela argentina Pero no me malinterpreten: me encantó la deshinibición de la tal Norma. Al fin y al cabo me dio algo para contar.

lunes, 11 de noviembre de 2013

¡Corré, Marinela!



A propósito de la violencia, la inseguridad y las lluvias torrenciales, el otro día, sacudiendo mis discos duros, me encontré con esta nota que escribí para Montevideo.com en el 2005. La comparto: me resultó divertidísimo recordar toda la situación.

De película

El miércoles pasado, cuando salí del trabajo, llovía copiosamente. Molesto por tener que gastar en un boleto, me subí a un 116 en Buenos Aires pensando en bajar en el supermercado de Constituyente para hacer las compras. Cuando el ómnibus estaba por ponerse a avanzar, se detuvo abruptamente. Yo, que esperaba que el guarda me diera el vuelto, casi me caigo. Frente al ómnibus, tres personas, dos mujeres y un hombre, discutían con violencia. Una de las mujeres, rubia ella, le gritaba al tipo que le pagara, a lo que el hombre se negaba vigorosamente, entonces la otra mujer empezó a golpearlo, bah, cagarlo a palo, conminándolo a que pagara lo adeudado a su amiga. El hombre les dijo entonces que no pensaba pagar, que la rubia no valía nada y que por eso no le pagaba. El guarda y el conductor miraban la escena y se reían a carcajada limpia. La mujer rubia seguía insistiendo en el pago y el hombre en que no le iba a pagar. Así, a insultos y empujones limpios, nos dieron paso, momento que el conductor aprovechó para avanzar. El guarda comentó que cómo el hombre le iba a decir a la mujer que no valía nada “si estaba fuerte la guacha”. Mirando por la ventanilla vi a las mujeres empujando con violencia al hombre, que paraba los golpes con los brazos (todo un caballero: en ningún momento vi que hiciera el intento de devolver los puñetazos y las cachetadas). En eso apareció un 117 y las mujeres lo empujaron contra él. Mi ómnibus se detuvo: claro, el conductor, igual que todos, tenía una evidente curiosidad por saber cómo terminaba aquello. El 117 frenó bruscamente y una anciana que iba parada en el pasillo desapareció de la vista: se cayó por lo violento de la frenada. En el 116 todos contuvimos el aliento. El guarda del 117 se levantó para ayudar a la señora. El conductor del 117, ajeno a cualquier otra cosa que no ocurriera en la calle, arrancó el ómnibus, pero, dada la batalla campal de la calle, otra vez tuvo que frenar de golpe. Se cayeron el guarda y la señora a medio levantar. En el 116 todos ahogamos un grito de horror: el guarda en cuestión era muy gordo y la anciana, pobre, muy bajita y anciana y, por lo que se podía ver, el guarda había caído sobre ella. Tremendo. Mientras tanto, en la calle, el hombre golpeado esquivó el ómnibus pero las mujeres lo empujaron nuevamente, esta vez contra un 21 a Portones. Más frenadas. Quedó clara la intención de las mujeres: querían que un ómnibus aplastara al desgraciado. Por mal pagador, imagino. El guarda de mi ómnibus cambió su afirmación inicial: estaba bien que el hombre no pagara nada porque evidentemente la mujer estaba loca. El conductor aportó, filosóficamente, que para él estaban todos locos y escapados de un psiquiátrico, mandarse tal escena bajo la lluvia, dondesevió (todo junto, obvio). Yo pensé que aquello tampoco estaría bien con clima seco, pero, bueno... También me puse a pensar en que el hecho de que el cobrador esté loco no es razón suficiente para no pagar una cuenta y que sería de un mal gusto espantoso andar aplastando con ómnibus a los deudores. Si fuera así, éste sería un país de locos y aplastados. En fin… A todo esto el hombre golpeado logró desprenderse de las mujeres y darse a la fuga. Las mujeres corrieron detrás de él gritando como poseídas. Un policía que pasaba, convencido sin duda de que el hombre las había robado o algo peor, salió en persecución del tipo. Dado el suspenso y el hondo dramatismo de la escena, el conductor, que había tenido la intención de reanudar la marcha,  se vio obligado a frenar una vez más. Las dos mujeres, al ver que un policía se sumaba al hecho, se miraron perplejas, salieron corriendo en dirección opuesta y se perdieron calle abajo, una de ellas al grito de “¡Corré, Marinela, corré!”. El policía alcanzó al hombre y con una rápida pero eficiente llave, lo tumbó en el piso. Cuando se dio vuelta para ver si las pobres mujeres indefensas venían a recuperar sus pertenencias o su honor mancillado, observó, con estupor, que nadie venía a reclamar nada. Se quedó ahí, bajo la lluvia, sin saber qué hacer con su cara de héroe ni con el tipo que tan hábilmente había detenido. Se rascó la cabeza pensativamente y, por las dudas, le puso las esposas. En el 117, la señora mayor, aunque visiblemente asustada, ahora ocupaba un asiento y no parecía haber sufrido mayores daños. El guarda, en cambio, se frotaba un codo con gesto adolorido. 
Finalmente todos los ómnibus arrancaron. Miré el reloj y eran las 22:15. Bien, todavía podía llegar al super, que cierra a las 22:30. Pero no, porque el super empezó con los horarios de invierno y ahora cierra a las 22:00. Llegué a casa todo mojado, sin comida y de mal humor. Por suerte quedaban fideos.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

¡Bronquitis!



El jueves de la otra semana me desperté sintiéndome medio mal y con fiebre. 38.5, exactamente. No le di pelota y me fui a trabajar de todos modos. En el correr de la mañana me fui sintiendo cada vez peor, pero me tomé unos perifares y seguí adelante. De tarde seguía con fiebre. Igual, volví al trabajo, religiosamente, a las 18:00. De noche, al llegar a casa, me quería morir, así que me metí en la cama y me dormí, bah, me desmayé hasta el día siguiente. Me levanté de nuevo con fiebre, pero cuando me disponía a hacer todo eso que uno hace al levantarse (las abluciones matinales y los huevos revueltos) Martín logró apropiarse del termómetro y vio lo insoslayable: 38.9. Yo me hice el canchero y le dije que igual iba a trabajar, mirá si iba a faltar así, avisando tan sobre la hora, que daba clase a las 8:00 y que bla, bla, bla. Para qué. Martín, casi que fuera de sí, amenazó poco menos que con atarme a la cama y en medio de la diatriba que me soltó acerca de lo irresponsable que era con mi salud y la mar en coche, me encajó un perentorio “¡ya no sos un chiquilín!” que me sumió en la depresión, me hundió en el sillón y me hizo decirle que “bueno, está bien, llamá al médico”. Llamó al médico y yo llamé a la Escuela para avisar que no iba. Desde la Escuela Jimena me dijo que tenía voz de cadáver y escuché a Anselmo de atrás que le decía “¡que no se preocupe, nos arreglamos!”. Corté con cierto alivio pero, en la media hora que demoró en llegar la doctora, envejecí unos 47 años por culpa del “ya no sos un chiquilín” de Martín. Sí. Para cuando la doctora llegó, yo era un anciano muriéndose de algo gravísimo. Tremendo.
La doctora entró. Yo tosía y sudaba. La mujer me miró con suspicacia. “¿Fumador?”, preguntó. Yo palié el tenso momento mirándola de cotelete y con un nuevo acceso de tos. Ella sonrió con sorna y ahí fue cuando Martín me vendió con total descaro: “sí, fuma”. Yo lo miré, incrédulo, desarmado, dispuesto a no perdonarle nunca, nunca, tamaña traición. 
Total, la mujer me auscultó y, rápida para el diagnóstico, sentenció “Bronquitis. Aunque muchos de esos chiflidos que se escuchan en el pulmón seguramente sean del cigarro”. “¿Seguramente?”, repetí en mi cabeza, “¿Chiflidos? Cagamos, es verdad: me estoy muriendo”. Martín, que quién sabe por qué oscuro motivo estaba dispuesto a arrojarme en el negro pozo de la ignominia frente a la doctora, me acusó flagrantemente: “Está con fiebre desde ayer pero igual quería ir a trabajar”. La doctora me miró nuevamente, como si yo fuera un caso digno de estudio o un demente o un criminal de la peor calaña y me preguntó “¿Me dijiste que tu edad era…?”, así, levantando el tonito de la frase en el final interrogativo. Yo no sé si era la fiebre, pero creo que hasta vi los puntos suspensivos en el aire. Entre dientes, rumiando el rencor, le dije “treinta y nueve”. Y la mujer se rió. Se rió. A ver: se rió, así como te cuento. Para sumar escarnio, Martín me miró con cara de “te lo dije” (y si pudiera levantar una ceja sola, lo hubiera hecho, pero no, así que me puso cara sin ceja levantada, pero de lo más expresiva igual). La doctora, cuya verdadera vocación debía ser el stand-up, siguió adelante, divertidísima con sus alocadas ideas: “Claro, lo que vos querés es agarrarte una buena neumonía. Es eso, ¿no? ¡Ah, qué lindo! ¡Muy lindo, sí!” y luego, cambiando el tono dicharachero a voz de enterrador, continuó “A tu edad, si hacés 38.5 de fiebre DOS días seguidos (el dos lo dijo en mayúsculas), te quedás en la cama. No te vas a ningún lado, te quedás en la cama. Y más con este clima”. “A tu edad”, ¿pueden creer? Así que mientras Martín bajaba a abrirle a la doctora, yo envejecí unos 9 años más. Carajo. Me acosté, y como la fiebre no cedió hasta el domingo de tarde, me quedé en la cama hasta el lunes, de pura angustia. Y fiebre, tos y mocos, claro. Ya estoy mejor. Gracias.

jueves, 17 de octubre de 2013

El viaje a Neuquén: primera entrega


 

Estoy en falta, chiquilines. Doblemente en falta porque debo dos posts. Bueno, ta, no puedo con todo. Entre el viaje a Neuquén y la gripe fatal que me traje de allá, la verdad, no he podido. Pero decidí no sentirme culpable por eso. Sepanló, así, con tilde al final.
Tengo muchas cosas para contar. Por ejemplo que fui a Buenos Aires en el nuevo barco de Buquebus, el “Francisco”. Sí. Yo pensé que con ese nombre todo el evento de subirse al barco iba a estar imbuido de, no sé, cierta caridad cristiana, pero no. Aquello fue la misma salvajada de siempre. Todo el mundo corriendo, vigilando por el rabillo del ojo a ver si los contrincantes estaban muy cerca o si han podido dejarlos atrás. En fin, un horror, como siempre, sólo que con otro barco. La solidaridad brilla por su ausencia, las ancianas se transforman en monstruos capaces de hacerte zancadillas con los bastones, y todo es corridas de un lado a otro, todos tratando de asegurarse un buen asiento. ¡Por qué no los numeran, digo yo!
La cosa, de todos modos, para mí, empezó antes, cuando una señora venezolana pensó que yo le quería sacar su lugar en la cola y se dedicó, a partir de ahí, a golpearme con la valija en cada una de las vueltas de la fila, de manera de mantenerme a prudente distancia. Y les puedo asegurar que me encajaba la valija en las canillas a propósito, para darme una lección de algo. En cualquier caso, era interesante estar allí. Yo no sé si es que el “Francisco”  todavía tiene olor a estreno, pero la gente, sobre todo las mujeres, llegaba al puerto de lo más producida. Casi como para una fiesta, diría yo, un cóctel, aunque a mí me hizo pensar más bien en las matinés de domingo del cine Artigas, en Durazno. La cosa es que ellas llegaban con sus bolsos de Gucci y algún foulard DKNY puesto como al descuido, todas peinadas de peluquería y con el maquillaje impecable, pero la elegancia se les iba al traste nada más ver la cola de 600 personas esperando para hacer el check-in. Sólo unos pocos elegidos zafaban de la cola eterna para hacer el check-in en la ventanilla exclusiva de los vips (y los vipísimos, diría mi amigo Moix) y luego pasar directamente al barco, entre risas alocadas y copas de cava (digo cava para que no se me enojen los franceses, pero me refiero al champagne).
Los demás, a la cola de, no digamos los pobres, pero sí la clase media. O sea, por más Gucci, DKNY, Armani y Carrie Van Hise, lo cierto es que allí, todos éramos clase media. Ahora que lo pienso, hasta los de la ventanilla de los vips eran clase media. Vamos, que los ricos no viajan en barco a Buenos Aires: van en avión directamente. Y los riquísimos en avión particular. Los más excéntricos en helicóptero. Y me dijeron que López Mena se teletransporta, así que… Claro, si el tipo viajara una sola vez en sus barcos y se viera enfrentado a las colas eternas y a las señoras que usan sus valijas como si de armas se tratara, pensaría seriamente en si es buena idea seguir dándole buques al mundo.
Pero, volviendo al tema, me apenaban las señoras: tanta producción para nada. Una hora después, con todos parados allí, amontonados y muertos de calor en la recepción del puerto, los peinados se veían deslucidos y el maquillaje amenazaba con resbalar cara abajo. Y después vinieron, luego del trámite de migraciones, las corridas por el asiento. La única satisfacción que tuve, y una muy tonta, lo confieso, fue que la venezolana de la valija asesina iba en clase económica y yo en turista, un piso por encima de ella. Les juro, cuando me vio subir las escaleras casi le da un vahído. Porque, aparte, yo no sé cómo hizo, pero lograba estar siempre delante de mí. Tenía necesidad de venganza por mi afrenta (imaginada por ella, la muy paranoica) y me mantenía a raya con su valija marca Totto, la recuerdo perfectamente, marroncita y sin gracia. Lo hizo incluso cuando bajamos del barco. Sí, no sé cómo, pero logró quedar delante de mí otra vez, ¿no es increíble? 
Pero algo bueno hay que decir: el “Francisco” es realmente rápido. Va como pedo: en dos horas y cuarto ya estaba en Buenos Aires, con cinco horas para gastar antes de tomar el avión a Neuquén. Y como soy muy ocurrente, tuve una idea genial: ir a pie desde el puerto a Aeroparque, total, tenía tanto rato… Pero esto se los cuento en la próxima, ahora me tengo que ir a pulir los callos que me salieron después de esa caminata infame.

jueves, 3 de octubre de 2013

La danza de Terpsícore




Bueno... Esto es lo que voy a estar viendo la semana que viene en Neuquén, Argentina. 
"La danza de Terpsícore" es la primera obra de teatro que escribí, a fines de los '90. En ese entonces la estrenamos en el Teatro Circular, con las actuaciones protagónicas de María Luisa Techera y Claudia Pisani, bajo la dirección de Ruben Silva. Todo en medio de un delirio escenográfico del artista plástico Miguel Fernández. 
La noche del estreno yo estaba sentado con mis amigas Mariana y Carola. Recuerdo la emoción cuando empezó la música y María Luisa y Claudia empezaron a bailar, porque la obra va de danza y esa cosa de los bailarines de vivir por y para el movimiento. Y además era mi primer estreno. Una de cada lado, Mariana y Carola me agarraban las manos, tan emocionadas ellas como yo.
El año pasado se hizo en Dallas, por un elenco de allá, y ahora esta gente preciosa de Neuquén asumió el desafío. En fin... ¡estoy muy emocionado! Ya les contaré.

martes, 1 de octubre de 2013

Esa ausencia de cosa


Qué molesto es no saber de qué escribir. Pero aquí estoy, asumiendo mi incapacidad de escribir algo más o menos coherente para hoy. La culpa es mía, claro. Me había propuesto colgar algo, sí o sí, todos los martes, independientemente de que escribiera algo los demás días. Y hoy es martes, así que no hay escapatoria. Una voz perversa me dice que no escriba nada, total… pero no, la disciplina ante todo.
No he tenido ningún percance con ningún electrodoméstico. El microondas sigue con su funcionar errático y el calefón calienta sin problemas. Desearía que la licuadora hubiera tenido algún arranque histérico, pero no. Es una licuadora de lo más sin gracia. O que la aspiradora hubiera armado piquete en el pasillo, pero tampoco. Podría contar que si encendemos el lavarropas, la tostadora y el microondas a la vez, salta la térmica, pero no es interesante. Por ese lado, nada que contar. Miranda, igual que siempre, pesada y maullativa, así que nada por ahí tampoco.
Ojo, que no es que deje todo para último momento. No. He hecho algunos intentos. Por ejemplo empecé un texto sobre qué significará realmente lo de madurar. Y escribí bastante, pero era una bazofia. Tenía un título de lo más rimbombante y todo: “La madurez es un mito”.  Imposible. Después hice un borrador de algo que hacía alusión al 145, el ómnibus, y su papel en mi vida, pero quedó muy nostálgico y  lo descarté, al menos por ahora. El 145 tiene su que ver en mi vida desde el año 92, así que volveré a él en algún momento, pero no me gustó para colgar hoy. Escribí también, en relación a eso de la madurez, un texto explicando lo fácil que se me hace llorar los últimos tiempos y lo inapropiado que resulta a veces. Me sentí muy expuesto y lo deseché también. En fin… parece que nada es lo que quiero en estos momentos. Bien puede ser un síntoma de la edad.
Antes, cuando recién empezaba a escribir, me angustiaba cuando no podía escribir. Me sentía un inútil y sentía que no escribiendo estafaba mi propósito en la vida. Ya no siento, por suerte, las cosas tan dramáticamente y tengo otros propósitos además de escribir, pero igual es incómodo, sobre todo porque me hice la promesa de escribir todos los martes, sí o sí. Es difícil a veces encarar que es posible que uno no tenga absolutamente nada para decir o contar y que eso no está mal ni bien, simplemente es.
Lo que sí puedo contar es lo fascinado que estoy con cómo Montevideo se asoma a la primavera. Esta mañana, cuando iba hacia el trabajo, vi que por Maldonado los plátanos están llenos de hojas y ya hacen bóveda sobre la calle. Me hicieron pensar en mi querida Avenida Churchill, en Durazno. En fin... Es lindo. Es como una comprobación de que la primavera está ahí aunque se esté haciendo rogar. Y también cambió el carácter de la luz, ¿se fijaron? Es más cálida, aunque hagan 8 grados de mañana. Me gusta eso, el cambio de la luz y cómo las estaciones se anuncian en ella. Pero ya está, lo conté. No necesitaba mucho para eso, porque es eso: primavera, luz, árboles, pájaros. Lindo y breve. Ya está. 
Me van a tener que disculpar. Lo sé: a veces es una pena que los calefones se queden quietos. En esa actitud tan pasiva, lo dejan a uno sin tema.

PD. La foto es de la Av. Churchill en otoño, que es cuando está más linda.

martes, 24 de septiembre de 2013

La fragilidad de los objetos



A propósito del post anterior, creo que sí estamos  bajo una influencia astrológica nefasta para los electrodomésticos y sus circunstancias. Tendría que hablar con mi astrólogo de confianza, pero todo indica que los desperfectos a nivel hogareño están a la orden del día. No sé qué pasa. Capaz que en esta familia estamos violando cientos de leyes del Feng Shui sin darnos cuenta y los electrodomésticos se han puesto en pie de guerra. No, no se asusten: el microondas aún no claudicó y todavía no parece dispuesto a reciclarse en apoya-macetas ni en cucha de Miranda. Esta vez fue el calefón. ¿Qué pasó? Se me cayó en la cabeza. Eso pasó. Tal cual se los cuento: se me cayó el calefón en la cabeza.  Por suerte es uno de veinte litros, que si no, no estaba acá contándolo.
El problema empezó, justamente, porque es un calefón de veinte litros que venía con el apartamento. Veinte litros duran lo que un suspiro, por lo que las duchas, en esta casa, son rápidas, pero a veces uno no tiene ganas de una ducha rápida, sino de una ducha lenta, ¿verdad? Así que hace un tiempo decidí cambiar el calefón por uno que tenemos guardado, de treinta litros. Y lo hice, porque yo soy así. Cuando algo se me mete en la cabeza, voy y lo hago. Qué joder. Entonces, como primera medida, vacié el calefón, cosa muy incómoda porque me implicó estar un buen rato empujando con el destornillador la válvula de seguridad mientras el agua, fría porque el calefón estaba apagado desde la última ducha de la mañana,  me corría por el brazo. Una vez vaciado lo saqué, puse el otro calefón y conecté las colillas derrochando metros de teflón en el proceso. Luego me desenrosqué del teflón (hay que ver lo pegajoso que puede llegar a ser),  abrí las canillas y cuando juzgué que el calefón estaba lleno (cosa que intuí porque en cierto momento la canilla del agua caliente dejó de toser y empezó a salir agua), esperé un poquito, cerré la canilla y lo enchufé (siempre con mucho cuidado, ya sabemos mis pruritos con las cosas eléctricas). Nada explotó, por suerte, que es lo que más temo cuando hago cosas así. Siempre estoy esperando una explosión. Pero no pasó nada. A ver: no pasó nada. Nada de nada. No hubo explosión ni canillas volando por los aires, no hubo térmica saltando ni vecinos en el informativo de las siete diciendo que qué pena lo del muchacho del primer piso que era tan simpático, morir así, tan joven. Nada. Y como les digo una cosa, les digo la otra: tampoco se encendió la luz piloto del calefón. ¿Pueden creer? Mientras maldecía y me sacaba teflón de la ropa, decidí esperar, a ver si de todos modos el maldito termotanque cumplía con su propósito con o sin luz piloto, pero media hora después el agua estaba tan fría como cuando me corría por el brazo al vaciar el primer calefón, así que resolví  que lo que estaba mal era la resistencia. Vaya uno a saber por qué pensé eso, pero sí. Saqué la resistencia del calefón, fui hasta la ferretería, compré una nueva, volví, la instalé, esperé. Nada. Agua helada, cosa nada inusual considerando que estábamos en agosto. Así que no era la resistencia. A punto de perder la entereza, vacié el calefón, lo saqué, puse el viejo, esperé que se llenara, lo enchufé, me desembaracé, oh, por Dios, de los restos de teflón del piso, la pared, la ropa y el pelo  y, rato después, había agua caliente de nuevo. Veinte litros, es verdad, pero algo es algo. Y todo lo hice yo solito. A pesar de todo, sentía una especie de orgullo interior. Pero la cosa es que debí dejar mal conectado uno de los caños, porque esa misma noche vi una gota de agua deslizándose, subrepticia, por la colilla. Pero ya estaba harto de mis devaneos sanitarios, así que me dije que una gota no le hacía mal a nadie y dejé la reparación para otro día. Y ahora vamos al sábado pasado.
El sábado de noche, poco después de colgar el post anterior, que, si no lo leyeron, iba de microondas satánicos, estábamos acá en casa, lo más tranquilos, cuando de repente nos invadió un enorme olor a baquelita quemada y luego, puf, se apagó la luz. Se apagó porque saltó la térmica, en el resto del edificio había luz. Escuchamos un ruido extraño en el baño, y hacia allí corrimos, justo a tiempo para ver que el temporizador del calefón (que lo enciende o apaga a horas clave) estaba prendido fuego. Por suerte la cortina del baño estaba corrida y no había toallas colgadas cerca. El fuego, a Dios gracias,  terminó tan prontamente como había empezado. Hay que decir que el temporizador venía funcionando mal, es verdad, pero nada que indicara que estuviera a punto de prenderse fuego. Vamos, que si no, lo habríamos sacado hacía tiempo. Sigo: una vez  contenido el incendio, fuimos a la ferretería, compramos enchufes nuevos, volvimos, los cambiamos y nos deshicimos del cadáver calcinado del temporizador. No hubo problema y  el calefón, por suerte, funcionaba. Pero al día siguiente, maldita la hora, se me ocurrió hacer el postergado ajuste de la colilla, y en eso estaba, pinza en mano, cuando se ve que me apoyé con mucha fuerza o algo así porque de repente el calefón se descolgó de la pared y cayó, ya les dije, en mi cabeza, con sus veinte litros de agua, para luego seguir viaje hasta el suelo. La impresión fue tal que ni Martín ni yo pudimos decir nada.  Martín me miraba, a ver si yo estaba vivo a pesar de estar parado, y yo miraba al calefón en el piso, sin entender qué diantre acababa de pasar. Luego vino el susto: me zumbaban las piernas, se me disparó el corazón, me puse muy nervioso… tre-men-do. El susto con retroactividad, como quién dice. El calefón se descascaró un poco, pero en eso quedó todo, aparte de la sensación de descalabro en la columna y el dolor de cráneo. Quedó comprobado que soy, literalmente, un cabeza dura y que, en lo que refiere a calefones a gran velocidad, le hago honor a mi apellido.
En fin… Lo colgamos de nuevo y funcionaba, increíblemente funcionaba. No podíamos creerlo. Emilia, sobre todo, estaba de lo más contenta: no soporta lavarse la cara con agua fría por las mañanas. Agotados de un fin de semana tan movido, tan de vivir en esta audacia y de coquetear con la muerte, nos hicimos refuerzos de huevo frito. Y sí: la vida sigue a pesar de la mala onda de los calefones.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Superstición





Nuestro microondas anda mal. O se puso rebelde. También, pienso yo,  es posible que esté poseído. En cualquier caso, hace lo que quiere: a veces calienta, a veces no. Calentar una taza de café te puede llevar tanto cuarenta segundos como un minuto veinte, según su estado de ánimo, así que todo el asunto es una aventura que se desarrolla de la siguiente manera: ponés la taza treinta segundos, la sacás, te fijás cómo quedó y luego vas calentando de a quince o veinte segundos, hasta que lográs la temperatura adecuada. Y les aseguro que la temperatura adecuada del café no es ninguna pavada cuando se toma tanto café, como hago yo, por el puro placer de tomarlo. Sin azúcar, por supuesto. La cosa es que usar el microondas se ha convertido en una actividad muy desconcertante.
Ahora que lo pienso, puede ser que se trate de una cuestión astrológica, algún planeta en movimiento retrógrado o algo de eso. No sería raro si pensamos que a  mi cuñada, hace un par de semanas, le explotó el microondas, súbitamente, sin aviso previo. No sé si llegó a explotar, pero sí es cierto que de repente empezó a echar humo y se prendió fuego porque poco después estuvimos en la casa de mi cuñada y se veían los rastros negros de la auto-inmolación del pobre. Ahora, el antaño útil electrodoméstico, oficia de apoya macetas en el patio. Sigue siendo útil, a su manera. Un caso claro de reciclaje y, si lo consideramos con creatividad, hasta de reencarnación.
La cosa es que le tengo un poco de miedo a la electricidad desde que tuve una muy mala experiencia con una heladera de casa de playa y la imprudencia de abrirla sin las chancletas puestas, razón por la que  pongo mucho cuidado con todo lo eléctrico y siempre que me mudo de casa lo primero que hago es averiguar dónde está la llave general. Me gustaría contarles cómo eso se ha acentuado con la cercanía de los 40 pero, el otro día, mi alumna Jimena se asomó a mi oficina y me dijo “Decime que es mentira que abriste un blog para hablar de que vas a cumplir 40, trastornado”. Yo la miré con mi mejor cara de culpable de delitos menores y ella, medio bufando, medio riendo, me cerró la puerta en las narices y me dejó ahí, hecho una piltrafa humana. Para peor, una piltrafa a punto de cumplir 40. No hay derecho. Resultado: obviaré los 40 por hoy.
Les decía, la electricidad me asusta y, por extensión, desconfío de los aparatos eléctricos. Así que cuando nuestro microondas empezó a funcionar  al garete, yo me puse muy cuidadoso al abrirlo. Lo abro de manera de quedar siempre detrás de la puerta. Me asomo, y cuando confirmo que no hay peligro, saco la taza, o lo que sea que haya puesto. Martín me vio el otro día y me preguntó qué cornos estaba haciendo. Yo le dije que me daba miedo el microondas. “¿Por qué?”, fue su pregunta. “Bueno… por lo que le pasó a Hermanini (que es como le decimos a mi cuñada)”. Y pensé, y se lo dije, craso error, que tenía miedo de que en esa confusión de potencias del horno, al abrir la puerta se me incrustara una microonda en el ojo, me perforara la córnea y me hirviera el cristalino. Bueh… Sí, se rió, claro. Mucho. Un bajón. Tal parece que uno no puede volverse maniático sin que la gente venga a mofarse. Pero en medio de su ataque de risa me dijo algo que me dejó pensando: “Eso, más que cuidados básicos en la cocina, parece superstición”. Yo me ofendí, obvio, pero igual me quedé pensando.
Resulta que cuando éramos chicos, siempre que toda la familia emprendía un viaje en auto, mi madre sacaba de la guantera una franela y le hacía un montón de nudos mientras recitaba “Pilato, Pilato, las colas te ato, si no nos pasa nada, las colas te desato”. Era todo un ritual, y mi padre no arrancaba hasta que mi madre no hacía eso. Yo creo que lo hacían para divertirnos.
Hasta que una vez mis padres hicieron solos el viaje de Durazno a Montevideo para cambiar el auto. Y lo cambiaron. Dejaron el Chevette y se volvieron con un Passat verde, cero quilómetro, precioso. Cuando estaban por llegar a Durazno en el auto nuevo, mi madre, que venía manejando,  perdió el control del volante al esquivar a un ómnibus de la ONDA y  el auto se salió de la ruta con tal mala suerte que se trepó a una montaña de tierra, dio una vuelta y media en el aire y se desplomó con las ruedas para arriba. Mi padre salió despedido por el parabrisas y aterrizó a muchos metros del auto, con el cuero cabelludo colgando de un lado de la cabeza, como si un Apache se hubiera arrepentido a medio camino de sacárselo del todo, y mi vieja quedó atrapada en el auto, comprimida entre el asiento y el techo. Por suerte sobrevivieron para contarlo. Cuando finalmente volvieron a casa, mi hermana, que era chiquita, preguntó, toda llorosa y asustada: “¿Le ataron las colas a Pilato?”. No. No se las habían atado porque la franela de los hechizos había quedado en el Chevette, en la concesionaria de Montevideo. 
Así que ríanse nomás de las supersticiones. Yo, por las dudas, seguiré poniéndome de costado para sacar las cosas del micro.

martes, 17 de septiembre de 2013

Ahí nomás



Los que están “ahí nomás”, muchachos, son los 40. A siete meses menos un día, exactamente. Hace un tiempo que los veo acercarse sin prisa y sin pausa. Primero en pequeñas constataciones, como por ejemplo cuando me descubrí la primera cana.
Yo tenía 32 años y estaba en el baño del apartamento que compartíamos con mis amigas Rosina y Vero. Me acababa de bañar y estaba frente al espejo y, de repente, no recuerdo cómo, la vi, agazapada en la patilla izquierda. Agazapada y muerta de risa. Debo confesar que me desesperé un poco. Llamé a Rosina, que hacía café en la cocina, y ella, asustada por mi voz de persona desvalida de toda desvalidez, vino corriendo. “¿Qué te pasa?”, me preguntó, preocupada. Y yo se la mostré. “Una cana”, dijo, con cierta parsimonia, cuidadosa, tratando de no revolver el dedo en la llaga del escarnio que estaba sufriendo (así de dramático me sentía). Yo, al borde de la angustia, le pregunté: “¿Sólo eso vas a decir? ¿Una cana?”. Y ahí Rosina se empezó a reír, con toda razón, así que yo me reí también. Pero la cana estaba ahí. Bah, está ahí, sólo que ya no está sola, claro. Tiene un montón de hermanas tan perras como ella.
Ya sé, a los 32 uno no debería preocuparse por los 40, pero ese día  me quedé pensando en los 40 y en que ocho años pasaban volando. No les voy a decir que me deprimí ni nada de eso, pero creo que ese momento fue la primera vez en que me enfrenté cara a cara con la inexorabilidad del tiempo. Volviendo a las canas, cuando tiempo después me encontré la segunda, las bauticé Jenny y Jemimah (se lee Yemaima). Y después desistí de ponerles nombre: eran demasiadas.
Por aquel entonces, en uno de mis desayunos de sábado con mi amiga Pepi, bloguera de pro, me dijo que tenía que armarme un blog. Pepi es un poco como la Victoria Ocampo de la posmodernidad uruguaya. Siempre está aconsejando a los artistas jóvenes que hagan cosas y también, siempre que puede, los promueve y estimula a diestra y siniestra y, bueno, un día me dijo eso: armate un blog. Ella, claro, ya tenía el suyo. Yo le dije que sí, que cómo no, que me iba a armar un blog. Pero no lo armé nada. Ahí quedó la idea, en mi lista de intenciones de Año Nuevo desde el 2005.
A todo esto, Miranda, mi gata, está insoportable. Y ustedes se preguntarán qué tienen que ver mi gata, las canas y los blogs. La cosa es así: Miranda está insoportable. Maúlla todo el tiempo, por nada en particular. Y les juro que la he estado vigilando, por si le pasa algo. Pero no. Te mira y maúlla. Eso es lo que hace, además de que todo el tiempo está tratando de treparse sobre uno y, claro, llega un momento en que uno se cansa. Al final llegamos a la conclusión de que está vieja, nomás, vieja y maniática. Va a cumplir once años en cualquier momento. Ya sea que los años gato valgan por cinco o siete años humanos (hay discusiones al respecto y nadie se pone de acuerdo. Cinco, siete… Debería promediar en seis y listo), pongámosle que Miranda tiene una edad respetable (55, 66 o 77, según la cuenta que hagan), y el otro día, cuando luego de un par de semanas de poca paciencia y muchas quejas de mi parte, Martín y Emilia me dijeron que estaba igual a Miranda, yo no pensé en que Miranda está insoportable sino en que está vieja y ahí mismito me dije: Puta, voy a cumplir 40 y yo sin blog.  
Así que aquí estoy, a las apuradas. ¿De qué voy a escribir? Ni la más remota idea. Improvisaremos sobre la marcha.