jueves, 5 de noviembre de 2015

¿Aló?



El tema teléfono en esta casa, como ya conté en un post anterior (Ramos generales), es complicado. Sí: nos siguen llamando para preguntar por la fábrica de pastas, la carnicería, la OSE, las mutualistas, la veterinaria… en fin: de todo. Ya estamos bastante acostumbrados. A veces nos llaman más, a veces menos, pero nos llaman. Pero estos últimos días, los que llaman, y sin equivocarse, son los bancos. Bah, en realidad las que llaman son las pobres y sufridas telefonistas que trabajan para los bancos. Y digo pobres y sufridas porque ellas no tienen la culpa, es su trabajo. Pero hay que ver cómo molestan. Esta semana me han llamado, y también a Martín, todas las telefonistas de todos los bancos con los que tenemos y hemos tenido relación en nuestra vida financiera. Y todas las llamadas para lo mismo: ofrecer seguros. Seguros de lo que se les ocurra: seguros de vida, seguros contra accidentes en el hogar, seguros contra desperfectos mecánicos, fallas de las cerraduras, rotura de vidrios y computadoras… y sigue, la lista es larga. La verdad es que es un fastidio. Yo creo que la proximidad de fin de año hace que los bancos especulen con los miedos de la gente. Es verdad, fin de año nos pone filosóficos pero, al menos yo, no pienso que me vaya a morir en cualquier momento ni que se me vaya a romper la llave en la cerradura y, mucho menos, que los niños del barrio me vayan a romper una ventana de un pelotazo. Esto último se debe, seguramente, al hecho de que vivimos en un tercer piso. La cuestión es que ha sido un tedio, pero creo que hoy llegué al fondo de la cosa y que no me van a llamar más.
A la primera que llamó el otro día, no me acuerdo el nombre, porque te dicen el nombre, la escuché con paciencia por una cuestión de respeto por el trabajo del otro, pero me aburrió la mar. Le escuché todo el discurso, todo. Cuando le dije que no me interesaba contratar el servicio, intentó convencerme por todos los medios. Pero me mantuve firme. Colgamos. Ella con cierta frustración, yo bastante molesto.
Al día siguiente, otra. Logré zafar aduciendo que estaba saliendo a hacer mandados ineludibles (es verdad, me iba a sacar el pasaporte). Pero me llamó de nuevo unas horas más tarde. Le dije: “Mirá, Laura, la verdad es que ahora no te puedo atender”. La llamé por el nombre, al fin y al cabo era la segunda vez que hablábamos en pocas horas y las dos veces me había dicho “Buenas tardes, le habla Laura, del banco X”. Laura cortó, no sin antes asegurarme que me iba a volver a llamar. “Ufa”, pensé yo. 
Al día siguiente me llamó Patricia, del banco “Y”.  A ella no se lo aguanté y antes de que me soltara todo el discurso le dije que ya era la tercera vez en la semana que me llamaban de un banco para ofrecerme cosas y que realmente no me interesaba. “Pero todavía no le dije en qué consiste la promoción”, me dijo ella, y yo le dije “No me digas nada: me vas a ofrecer un seguro”. Del otro lado de la línea se instaló un silencio marmóreo, bien de mausoleo. “¿Hola?”, pregunté. “Sí, es verdad, le iba a ofrecer nuestra línea de… “, “¿Viste?”, la corté antes de que siguiera. “Entonces, no le interesa”, “No”, y eso fue todo. Pero el problema ha sido sobre todo el banco “X”, el de Laura. A ellos deberían darles un premio a la constancia. Al día siguiente de la llamada “interruptus” con Patricia del banco “Y”, me volvieron a llamar. “Buenas tardes, le habla Cristina, del banco X”. “¿Cristina? ¿Del banco X?”, le pregunté. “Sí”, me dijo ella. “¿Y por qué era?”, pregunté. “Para ofrecerle nuestra…”, “¡Ah, no, no!”, dije, y seguí, “en esto de la línea de seguros yo estaba hablando con Laura, y me niego a hablar con otra persona”. Como con el banco “Y”, silencio sepulcral del otro lado del teléfono. “Ella no puede atenderlo ahora… “, “¿Atenderme ella a mí? Le recuerdo, Cristina, que no fui yo el que llamó.” “No, es verdad, pero…”. “Cuando Laura esté disponible, que me llame”. “Muy bien, señor”. Y cortó. Yo confié en que tanto disparate junto haría al banco “X” desistir de su intención, pero, me cacho en diez, no: ¡hoy me llamaron otra vez! De locos. Para peor se ve que hoy es el día en el que atienden los geriatras en Colonia, porque la cantidad de ancianos que llamaron hoy preguntando por las mutualistas no está escrita, así que para cuando la pobre Laura llamó, yo ya estaba hasta los morros del teléfono. “Señor Roca, le habla Laura, del banco X”. Yo respiré hondo y, en un momento de brillantez de esos que lo agarran a uno cada tanto, recordé que acabamos de pasar por Halloween y una idea perversa se abrió paso en mi mente. “Laura”, le dije, en un susurro, “me vas a tener que disculpar, pero no te puedo atender: estoy en la morgue, vine a identificar a un familiar. Un accidente de auto, un horror, parece que tuvieron que juntar los pedazos y…”. “P p p p p p p perdón”, dijo ella precipitadamente, y cortó. No sé por qué, pero estoy casi seguro de que no me van a volver a llamar.


martes, 26 de mayo de 2015

Sí, me pasan estas cosas.



El otro día, bah, ayer mismo, con estos primeros fríos, en cierto momento nos dimos cuenta con Martín de que estábamos los dos de bufanda adentro de la casa y que Miranda se las había ingeniado para meterse debajo del forro del sofá, así que asumimos que ya  había pasado la primavera errática o más que generoso otoño de los últimos tiempos y que ya era hora de pedir la garrafa para la estufa, así que lo hicimos. Estábamos, ayer, en un día Handel, se ve que el frío nos había pegado por ahí, y habíamos puesto un compilado de arias del susodicho en la voz maravillosa de Sandrine Piau, cuando nos tocaron el timbre: el gas. Sandrine, en ese momento, se despachaba con el “Rejoice greatly”, de “El Mesías”.  Abrí la puerta. Allí, en el palier, estaba el señor del gas con la garrafa.
–Buenas noches- le dije. –Buenas noches- respondió. Era un hombre grande, de edad y de tamaño. 
-¿Estaba abierto abajo?- le pregunté, por pura cortesía. –Estaba- respondió – por eso subí sin llamar. ¿Debería haber llamado? Disculpe.
–No, no, está bien. Un trámite menos – dije yo. Y entonces el señor de las garrafas inclinó la cabeza, sorprendido, y  dijo:
-Ah. Handel. Qué afortunado.- Sí, así como les cuento. Y siguió:
-Terminar así el día hace que todo valga la pena.- Yo lo miré, seguro de que aquello era un sueño, un desliz de mi cabeza, un chichoneo con la dimensión desconocida.
-Canta bien. ¿Quién es?- preguntó.
-Sandrine Piau – respondí, con los ojos a punto de salir disparados de sus órbitas.
-¿La francesa?- preguntó él.
- Esa misma- le dije, al borde del desconcierto más absoluto.
-Es buena ella, ¿eh? Qué lo tiró…- dijo, mientras Sandrine desgranaba agilidades y fiorituras. 
-¡Si será!- asentí.
-¡Ah! ¡El Mesías! ¡Qué obra! Pero,-continuó-  tengo el oído acostumbrado a la versión de Colin Davis, el inglés. ¿lo conoce? En Oratorio, en Handel, no sé, siempre me han gustado más los ingleses, cantantes y directores. Heather Harper cantaba esta aria como nadie.
Yo lo miré, parpadeando, extrañadísimo y en una confusión de sentimientos: no sabía si abrazarlo, aplaudirlo, pagarle los 480 pesos de la garrafa o todo junto. Claro, uno jamás espera disertaciones acerca del estilo barroco en los señores de las garrafas. Pero como lo miré así,  extrañadísimo, él se sintió en la obligación de decir, un poco avergonzado, como si hubiera metido la pata:
-Ya sé que Heather Harper es irlandesa, pero, bueno, usted me entiende, el Imperio Británico y todo eso…
Yo estaba al borde del desmayo. Martín, que había escuchado  todo, se acercó para verle la cara al tipo mientras Miranda maullaba con desaprobación desde abajo del forro del sofá. Ella es de los directores más modernos, onda Emanuelle Haïm o Christophe Rousset. (Sí, mi gata es muy culta). En fin…
- No, claro, claro, lo entiendo- contesté- A mí me gustaba mucho esa versión. Me sigue gustando.
-Tiene una cosa tan austera, ¿verdad? Tan inglesa…. Y en esa austeridad, tanta emoción… Menos es más… Es que estoy viejo- dijo- Cuando uno se acostumbra a algo, es difícil cambiar de opinión. Todos los 24 de diciembre escucho El Mesías dirigido por Davis. Es una tradición. Y la Misa Criolla cantada por Mercedes Sosa.
Yo, estupefacto como estaba, no sabía muy bien qué decir, pero Martín salió del paso con un elegantísimo 
–Es que la Misa Criolla ganó mucho en la voz de La Negra.
-¿Verdad que sí?- preguntó él, emocionado.
-Absolutamente- dijo Martín, y Miranda estuvo de acuerdo. Cada vez que uno pone un disco de Mercedes Sosa, va y se sienta arriba del parlante. Igual que cuando uno pone un disco de la Callas. En eso, Miranda es una gata de gustos amplios pero certeros. No se copa con cualquier cosa. Ella “sabe”. Realmente.
Y, bueno, eso fue más o menos todo. Le pagamos la garrafa,  con merecidísima propina, y lo acompañé hasta abajo, por si habían cerrado la puerta. Subí. Martín buscaba la versión de Davis del Mesías en la discoteca. Miranda había salido de abajo del forro del sofá y se lamía frente a la estufa encendida. Me senté en el sofá. Suspiré. Siempre se aprende algo.



miércoles, 11 de marzo de 2015

La nena




La niña, de unos ocho o nueve años, estaba siempre en el murito. Una nena de lo más común, nada en su fisonomía denunciaba nada de lo que era capaz: ni sus rubias trenzas, ni sus ojazos verdes, ni su gesto despreocupado, mirando hacia la calle. Pero lo cierto es que cada vez que yo pasaba por ahí (dos veces por día, tres veces por semana, siempre a la misma hora, que es la hora en la que voy al gimnasio a tratar de olvidar que cumplo cuarenta y uno en cualquier momento, y a la vuelta, ya convencido de que los cincuenta y cuatro están ahí nomás), la nena, tan nena, me decía “¡Puto!”.
La primera vez me sorprendió de tal manera y me sentí tan violentamente agredido, que seguí caminando, con la mirada clavada en las baldosas, en plena reminiscencia de mi vida adolescente, cuando gritarme “¡puto!” era algo así como un deporte local en mi ciudad de origen. Además, vamos, ¿qué hace uno cuando se enfrenta a una situación así? Seguí caminando. A la vuelta del gimnasio, que tuvo la virtud de disipar mis dolores retroactivos, la nena seguía en el murito. Debo confesar que consideré cruzar a la vereda de enfrente, pero la dignidad me lo impidió: no podía temerle a una nena. Puse mi peor cara de pocos amigos y avancé con decisión, sin mirarla, pero cuando pasé junto a ella me lo volvió a decir, aunque esta vez lo hizo bajito, casi un susurro: “¡Puto!”. Claro, la madre, o la tía, o la niñera, estaba sentada unos metros más allá, en el jardín resguardado por el murito en cuestión, entregada a algo que me pareció crochet. En fin… la sorpresa, de nuevo. No dije nada, después de todo era una nena. Miré, eso sí, a la señora del crochet, buscando ayuda, pero ella, concentrada en los puntos de algo que se parecía peligrosamente a una carpetita, no se había dado cuenta de nada.
Dos días después, lo mismo. Y dos días después, exactamente lo mismo. Las últimas veces, la nena, aún con la señora del crochet en la vuelta, no había bajado la voz. Ya se había dado cuenta de que el mantel que la mujer tejía le impedía enterarse de nada de lo que ocurría a unos metros de ella. Y dije mantel, sí: la carpetita había crecido y ya no era carpetita nada.
A la semana siguiente tenía que dar unas vueltas antes de ir al gimnasio, así que fui por otro lado  y no vi a la nena, pero, cuando volvía a casa, estaba ahí, en el murito. Y cuando pasé, zas, “¡puto!”. Respiré hondo. Avancé unos pasos y la escuché: “¡Conchuda!”. Y ahí sí, me di vuelta dispuesto a defenderme porque aquello ya era demasiado. Fue entonces que entendí todo: detrás de mí venía caminando una mujer y el insulto era para ella. O sea, todo indicaba que la nena no tenía nada en contra de mí específicamente, sino que su diversión vespertina consistía en insultar a la gente que pasaba y se ve que su repertorio era limitado: “puto” y “conchuda”, y usaba las palabras como si de juguetes se trataran. La mujer miró a la nena con desprecio y le preguntó: “¿Qué te pasa?”, a lo que la nena se fue zumbando al fondo del jardín y se sentó junto a la señora del crochet, mirándonos, desafiante, tan nena, la nena. La mujer encogió los hombros y siguió caminando, meneando la cabeza, en clara desaprobación de la ordinariez de la nena. "Guacha de mierda", me dijo por lo bajo, cuando pasó junto a mí. Con la dudosa satisfacción de mi descubrimiento, seguí mi camino. 
El miércoles, cuando pasaba por el murito de la nena, me lo volvió a decir: “¡puto!”, poniendo esta vez la voz finita, como de dibujo animado. Yo frené en seco y, en un instante, como si me estuviera por morir y la vida me pasara por delante, pensé todas las opciones. Primero, que la nena era más mala que malísima. Después, que seguramente la nena no tenía idea de lo que estaba diciendo y que, además, era evidente que nadie le paraba el carro. Luego consideré que la señora del crochet estaba casi tapada por lo que ahora parecía una enorme colcha multicolor y que, claro, con esa labor, mal se ocupaba de la niña. Entonces miré a la nena a los ojos (muy verdes, divinos) y le espeté: “¡Estúpida!”. La nena se quedó de una pieza: no lo esperaba. Yo me quedé ahí parado, sosteniendo su mirada, dispuesto a lo que fuera. La nena se puso color bordó y gritó: “¡Mamá!” e, increíblemente, la señora del crochet levantó la cara de su labor, miró a la nena y le preguntó qué pasaba. “Me dijo estúpida”, acusó la nena, señalándome con un dedo y confirmando mi teoría de que era absolutamente malvada. Pero el pescado estaba todo vendido, así que me planté a esperar el resultado de mi acción con toda la dignidad de la que se es capaz cuando uno está todo sudado, en short de gimnasia y musculosa. La señora del crochet, en estado de defenestración, recogió, no sin esfuerzo, los múltiples faldones de la colcha, tiró todo a un costado y corrió hacia nosotros. Por encima del murito, me increpó: “¿Qué le dijo?” y yo, como me enseñó mamita, respondí con la verdad: “Le dije “estúpida””. La mujer no esperaba tal arrebato de sinceridad y se quedó, igual que la nena, de una pieza. “¿Cómo?”, preguntó, segura de haber oído mal. “Estúpida”, dije yo, "Estúpida. Le dije "estúpida"". Así, tres veces y remarcando las palabras, cosa de disipar cualquier duda acerca de mis dichos. La mujer me midió con los ojos, azorada, no lo podía creer. “¿Y por qué hizo eso? ¿No le da vergüenza, meterse con una nena?”. “Me daría vergüenza si la nena no me dijera “puto” cada vez que paso”. “¿Qué qué quéeeeeee?”, gritó la señora, incrédula, mirando a la nena, que ya no sabía dónde meterse, por mi acusación, por la reacción de su madre y por la profusión de insultos, ya dichos con todo desparpajo. “Me dice “puto”. Cada vez que paso, la nena me dice “puto”. Y el otro día la escuché diciéndole “conchuda” a una señora que lo que menos tenía era cara de conchuda, fijesé”. “¿Qué qué quéeeeeeeeee?”, volvió a gritar la mujer, al borde del ataque. “Lo que oye, señora. Si levantara la vista de su colcha, se daría cuenta de los desmanes de la nena”, “¡No es una colcha! ¡Es un cubrecama!”, aulló la mujer, completamente desbordada por la situación. “Lo que sea, señora, colcha, cubrecama… ¿no es lo mismo?”, reflexioné en voz alta, “No importa", continué, "Su hija es… su hija es…”, “¡Una nena!”, gritó la mujer. “Ah, mire usted. Así que como es una nena yo no le puedo decir estúpida, pero ella puede decirle puto y conchuda y a la gente que pasa desprevenida", argumenté, a lo que la mujer reaccionó tapando los oídos de la nena con tal vehemencia que temí que le aplastara el cráneo. “¡No diga esas cosas!”, me gritó. “¿Puto y conchuda? ¿Por qué? La nena ya sabe esas palabras. Sin ir más lejos, "puto" me la dice lunes, miércoles y viernes, a las cuatro y a las cinco y media”. “Pero eso no le da derecho a decirle… a decirle…” “Estúpida”, completó la nena, en un hilo de voz. “¡Eso! No le puede decir… eso a la nena”. “¿Y ella me puede decir “puto” a mí?”. “No va a comparar”, dijo ella, y yo, al borde de la indignación consuetudinaria: “Ah, mire usted, qué bárbaro, qué justo…”.  Y cuando iba a empezar un bonito discurso acerca de los deberes inherentes a la patria potestad, el respeto al otro y la convivencia con la diversidad, ocurrió la cosa más absurda: la nena, de pronto, me miró con atención, como si fuera la primera vez que me veía, y dijo “Vos sos el del libro...”. La madre la miró, sin comprender. “¿Qué libro?”, preguntó. “El de los lagartos”, respondió la nena, y entró corriendo a la casa para volver enseguida con una copia de mi libro para niños. Allí, en las últimas páginas, está mi foto. La mujer miraba la foto, me miraba a mí, miraba a la nena, y aún así no podía creer lo que estaba viviendo, ni, mucho menos, entender cómo el autor de un libro para niños podía decir tantas veces "puto" sin ruborizarse. Así que le preguntó a la nena: “¿Y vos le dijiste... “eso” al señor?”. Y ahí la nena miró al piso y asumió su participación en el delito. “Sí”, musitó. Lo demás es bastante obvio: la madre le encajó tremendo reto, la nena me pidió disculpas y que le firmara el libro y ahora, cuando paso por su casa, en vez de “puto” me grita “Fede”.  Te dejo a ti, lector querido, todas las reflexiones del caso.