domingo, 4 de septiembre de 2016

Empatía



Hace unas semanas tuve una tarde de esas complicaditas, así que me puse una Traviata para escuchar mientras hacía cosas por la casa, como estrategia para no pensar en que no lograba que los personajes que debía escribir se comportaran como yo quería. Justo el otro día le comentaba a una alumna del curso de guión que damos con mi amigo Oscar que cuando te agarra el bloqueo creativo lo mejor es ocuparse de otras cosas. A mí, cuando me tranco en el medio de la cuestión creativa, me da por la limpieza. No me da por lavar pisos, por ejemplo, o los platos acumulados de dos días en la cocina. No. El bloqueo de escritor me pone siempre a limpiar cosas que habitualmente no limpio, como el espacio atrás de la heladera o del horno, o el mueble de la ropa de cama... yo qué sé... esas cosas. Dejaré para otra ocasión las evidentes resonancias psicológicas del asunto, de las que, lo juro, acabo de ser consciente mientras escribo esto... Ok, ok, vamos con una: es posible que, en definitiva, las cosas que hago cuando me tranco escribiendo tengan que ver con buscarme en esos rincones oscuros y poco transitados de la casa. O algo así. En cualquier caso, es interesante y lo voy a pensar mejor. Pero la cuestión era sobre La Traviata. Me puse una Traviata. Hay algo reconfortante en lo de escuchar esa música que conozco tan bien y que puedo cantar de memoria del principio al final. Es como ponerse unos zapatos muy, muy cómodos y, de alguna manera, volver a algún lugar en el que soy el que soy y el que fui, porque La Traviata es la primera ópera que escuché completa, este año se cumplen treinta años de tan movilizadora experiencia,  y aún no me he podido sustraer al embrujo de esa música y de esa historia. Ni pienso sustraerme jamás. Así que ahí estaba yo con la esponja, enfrentado a los azulejos del costado de la cocina, muy consustanciado con las peripecias de la pobre Violetta Valéry, cuando sonó el timbre. Fui hasta la puerta y no había nadie, así que bajé, porque supuse que habían tocado el timbre de abajo y estaban esperando. Cuando pasé el primer rellano (estamos en un segundo piso sin ascensor), vi que en las escaleras estaba sentada una adolescente, con una mochila medio abierta a su lado, y con una agenda rosa sobre las piernas, en la que anotaba cosas. "Buenas tardes", me dijo, mientras corría la mochila para que yo pasara sin problemas. "Hola", respondí. No me extrañó que estuviera allí sentada, porque hay varios adolescentes en mi edificio y no es raro topárselos en las escaleras, sentados con sus amigos. Imaginé que esperaba a alguno de ellos, así que seguí bajando y llegué a la puerta, donde una señora esperaba a que alguien la atendiera para preguntar si allí era el Consulado de Italia. Porque en Colonia tenemos hasta Consulado de Italia, seremos regios, fijate vos. En fin, le dije que no, que no era aquí sino diez metros más allá, como quien va hacia la ciudad vieja, y me contuve para no preguntarle por qué cornos había tocado el timbre del apartamento más alto. Volví sobre mis pasos. La Traviata seguía sonando. Consideré si no tendría la música muy fuerte, porque se escuchaba mientras subía. Volví a cruzarme con la chica de la agenda rosa, que esta vez me miró con mucho interés, al punto de hacerme sentir incómodo. Llegué a casa, cerré la puerta y regresé a los azulejos pero un rato después me di cuenta de que a Miranda no le quedaba más comida que la que tenía en el plato, así que agarré la billetera y salí. La chica de la agenda rosa seguía en las escaleras. Estuve tentado de preguntarle si necesitaba algo o esperaba a alguien, pero como escribía frenéticamente en su agenda, no me pareció prudente interrumpirla. Fui hasta la veterinaria, compré la comida y volví a casa. Subí las escaleras. Ella seguía allí, escribiendo. Pero en los diez o quince minutos que me llevó el mandado, algo había cambiado. Ella seguía escribiendo, sí, pero había algo en el aire que no era sólo la música que emanaba de mi apartamento. Algo había cambiado en ella, como si en ese rato ella hubiera encontrado lo que yo no había podido encontrar todavía, a pesar de los azulejos limpios y las frazadas sacudidas. Subí. Cuando estaba a punto de llegar arriba, escuché su voz a mi espalda. "Señor". Me di vuelta. La chica se había parado, sostenía su agenda rosa en la mano. "¿Sí?", le pregunté. Ella dudó un instante, como si no supiera cómo decir lo que tenía que decir. "¿Te puedo ayudar en algo?", le pregunté, intentando animarla a hablar. "Le quería preguntar si... es que... ¿ella se va a morir?". No le entendí. La quedé mirando. "¿Ella quién?", "La mujer, la que canta". Y aún así me tomó tan de sorpresa que demoré unos segundos en comprender que me hablaba de Violetta, de La Traviata, del torrente verdiano que se deslizaba como una serpiente venenosa escaleras abajo. Pero cuando caí, le dije la verdad. No tenía sentido mentirle: "Sí. Se va a morir." "Porque hace un rato estaba tan feliz, pero después todo se puso a poner tan triste y me pareció...", me dijo, con voz temblorosa. "Sí, es muy triste", le dije. "Gracias", me dijo, con mucha pena. "¿Te gusta la ópera?", le pregunté. Y ella: "¿Eso es ópera?", con mucha inocencia, como quien hace el descubrimiento más sorprendente. Y yo sonreí porque de pronto me vi, con doce años, escuchando aquella primera Traviata fatal. "Eso es ópera", le dije. "Estás escuchando La Traviata", y entonces ella abrió la agenda. "¿Cómo se escribe?". "Así como suena. La cantante se llama Joan Sutherland. Él es Luciano Pavarotti". Pero se ve que hablé muy rápido porque subió los escalones y me pasó agenda y lapicera. "¿Me lo puede anotar?" "Ok", le respondí, en estado de consternación. Le anoté todo. "Muchas gracias", me dijo. "De nada", respondí. Entré a casa. Cerré la puerta.  Violetta Valéry murió un ratito después y yo volví a la computadora. Mis personajes estaban todos allí, esperando a que se me pasaran las pavadas.

lunes, 18 de abril de 2016

Un perro, un rato



Salgo, a pesar del mal tiempo, a hacer mandados. Cuando llego a la calle veo que hay un perro sentado en el portal, como esperando que escampe el viento. El perro me mira y mueve la cola. Eso no es de extrañar: Colonia está llena de perros sueltos, en general muy mansos, que van de aquí para allá todo el tiempo. “Hola, perro”, le digo, y el perro considera que es buena idea acompañarme, así que me sigue. Es un perro grande, blanco y negro, fuerte, macizo. Impone respeto pero se ve que es un buenazo. Llego a la esquina, espero que pasen los autos y cambie el semáforo, el perro se sienta a esperar a mi lado. Cruzo, el perro cruza conmigo. Camino dos cuadras, el perro camina conmigo. Me meto en la ferretería y el perro, muy educado, no entra, se sienta a esperar en la puerta. Yo ando buscando sujetalibros, de esos que se ponen en las bibliotecas para evitar que los libros de la punta caigan al piso cuando tus bibliotecas son simples estantes. Esos que son como un codo de metal, un rectángulo plegado en ángulo recto, una cosa sencillita. Y esto fue porque con la humedad eterna de los últimos días, algunos libros se empezaron a abrir y uno saltó al vacío con tan buena puntería que justo yo estaba abajo, sentado en una silla. No era un libro pesado, por suerte. Se trataba de “El hombre que calculaba”, de Malba Tahan. Muy lindo libro, pero yo no andaba con ánimo para dilemas matemáticos, así que lo dejé en la biblioteca, cambiando un poco el orden y poniendo en la punta del estante un libro más grueso, de tapa dura, para que oficiara de tope. 
En fin, sigo: en la ferretería no tienen lo que quiero y me mandan a una casa de decoración cercana. Salgo, el perro se levanta y camina conmigo, así que ahí vamos los dos, por la vereda. Confieso que la sensación es muy linda, el perro y yo, haciendo equipo entre el viento y la llovizna pertinaz. Me encanta la palabra “pertinaz” y no siempre tiene uno la posibilidad de usarla, ¿verdad? Pues así está la cosa: llovizna pertinaz y casi que paralela al piso, de tanto viento. A Perro y a mí, juntos contra la meteorología, nos tiene sin cuidado y caminamos, muy compinches. Entro a la casa de decoración y Perro me espera en la puerta. Tampoco tienen y me mandan a una casa de artesanías cerca del Barrio Histórico. Atravesamos la plaza de los sapitos por la diagonal y llegamos a la esquina donde está la parada de taxis. Un niño que cruza con su madre me saluda: “¡Hola, Federico!”. Asumo que será alguno de los muchos niños con los que me encontré el año pasado en la biblioteca infantil, a propósito de la reedición de mi libro para niños (“El chou de los lagartos”, en venta en todas las librerías. Compralo: es re lindo.) Me detengo a saludar al niño y Perro se sienta, bien junto a mí. El niño me dice “¡Qué lindo perro! ¿Es tuyo?”, y antes de que yo le explique que en realidad no, que es un perro de la calle que me sigue, el niño dice “¡La pata!” y para mi sorpresa, Perro le da la pata. Sí. Te lo juro: Perro le da la pata al niño. Para cuando el chiquilín me pregunta el nombre, ya tengo decidido que Perro, en realidad,  se llama Mincho. “¿Mincho?”, pregunta el niño. “Mincho”, digo yo, orgulloso de mi perro, tan educado. Nos despedimos. El niño abraza a Mincho, que parece sonreír, y me abraza a mí. Seguimos camino. Llego a la casa de artesanías, Mincho me espera afuera. Tampoco tienen sujetalibros y me mandan a la librería de la cuadra anterior. Pasamos por una de las parrilladas, que tiene mesas afuera, en una suerte de túnel entoldado, y me encuentro con un conocido de Montevideo y su esposa, almorzando. Él, en ataque de fastidio por el clima que, literalmente, les aguó el fin de semana largo, me pregunta desde cuándo tengo perro. Respondo que desde hace un tiempo. En un arranque de inspiración, le digo a Mincho: “Mincho, dale la pata al señor”, a lo que mi conocido estira la mano y Mincho, sí, otra vez,  le da la pata. Mi perro es lo máximo, ¿no? Me dan ganas de llorar de pura emoción. “¿Le puedo dar un hueso?”, pregunta la esposa de mi conocido, enternecida, y entonces dudo. Temo que si Mincho obtiene un hueso se olvide de mí, porque a esa altura ya decidí que Mincho se viene conmigo a casa, así, sin discutir la idea con Martín ni pensar en Miranda, mi gata, que le tiene pavor a los perros. Pero enseguida pienso que ya que me acompañó todo ese rato, lo menos que se merece es un hueso, así que le digo que le dé nomás y, suspiro, que sea lo que Dios quiera. Ella le da el hueso, él lo toma, me despido de mis conocidos y sigo caminando. Mincho, por suerte, viene conmigo, hueso en boca y en un solo revolear de rabo. Yo me alegro, me alegro mucho. Por supuesto en la librería tampoco tienen sujetalibros, pero para mí todo es felicidad y si, como Mincho, tuviera rabo, lo estaría sacudiendo de lo lindo. Caminamos, Mincho y yo. Me meto en el supermercado y Mincho aprovecha para mascar su hueso mientras me espera. Salgo unos minutos después y ponemos dirección a casa pero, cuando estamos llegando a la esquina del supermercado, alguien grita algo que me suena a “¡Camundá!” y Mincho, con un gemido de alegría, se aleja corriendo sin mirar atrás, hacia el hombre que, ahora lo veo, lo está llamando. ¡Y se van juntos, calle abajo! El mundo pierde, súbitamente, todo su color. El clima es una catástrofe, la lluvia una porquería y el viento un fastidio mayúsculo. Mientras camino de vuelta a casa, solo como un perro solo, pienso que “Mincho” era mucho mejor nombre que “Camundá” y me pregunto cómo cornos voy a explicar la comida para perros que llevo en la bolsa del supermercado. Por suerte Miranda, al menos, no hace preguntas.