martes, 18 de noviembre de 2014

Pensando en el viejo barrio


Hace muchos años… muchos-muchos, ahora que lo pienso, porque esto que voy a contar fue en el 94, yo vivía en Ciudad Vieja. Por Bartolomé Mitre para abajo, casi en la rambla portuaria. Era un lugar muy interesante, la verdad. En una de las esquinas con la calle Piedras, había una suerte de conventillo donde atendían las prostitutas que se paseaban por, justamente, Piedras. Era una construcción de ladrillo muy vieja y medio derruida, con una abertura sin puerta, tapada con una cortina. Si uno, al pasar, miraba para adentro, veía otras aberturas sin puerta que darían a habitaciones, digo yo, también tapadas con cortinas, o más bien grandes retazos de tela fijados a las paredes con clavos. Frente al conventillo había un bolichón… bah, era demasiado pequeño para ser considerado “bolichón”, así que era un bolichito muy de mala muerte, donde a veces, sobre todo los fines de semana,  se podía ver a las prostitutas bailando con hombres, la mayoría de las veces asiáticos. Claro, era muy cerca del puerto. En fin… Entre las prostitutas había una mujer muy mayor que tenía, claramente, una pierna más corta que la otra. De todos modos, ella, a pesar de sus años y su dificultad física, se ponía unos tacos dorados altísimos y bailaba con sus potenciales clientes con una cadencia que tanto podía ser por puro instinto musical como por la cojera. Me acuerdo de ella muy bien, y hasta hace un tiempo recordaba el nombre, porque era amigota de mi amigo Luis, que muchas veces paraba en la esquina a charlar con ella. Ella, que se prostituía, mandaba a sus hijas, que eran tres o cuatro, a estudiar donde las monjas del Huerto. Me contaba Luis que esta mujer le decía “mis hijas van a tener todo lo que yo no tuve, y por eso me rompo el culo trabajando.  Literalmente”, y se cagaba de risa. De su risa me acuerdo, porque era una mujer que se reía mucho, una risa muy grave de tanto que fumaba. Siempre me saludaba al pasar: “¿Cómo le va, m’hijo?”, me decía, con su voz de fumadora eterna, recostada junto a la puerta del conventillo. Pero esa era toda nuestra relación. Debería haber parado alguna vez a charlar con ella. Y me gustaría recordar su nombre, pero no.
Del nombre que sí me acuerdo es del de una vecina del edificio donde vivía: Lola. Lola era una vieja que vivía en el apartamento debajo del mío y era una persona ruidosa, que siempre hablaba a los gritos y que siempre estaba puteando a algo o a alguien. Se peleaba mucho con su hija menor, que tenía un novio, el Clever, cuya vida consistía en pasar dos o tres meses en el COMCAR, salir, cometer un par de raterías menores, volver al COMCAR, volver a salir, volver al COMCAR, y así. A Lola le disgustaba mucho eso y lo manifestaba a los gritos. Lola se ponía a gritar, su hija se ponía a gritar y la perra se ponía a ladrar. Porque tenían una perra: Katy. Nunca supe el nombre de la hija, curiosamente. Pero el de su novio es difícil de olvidar, claro, incluso aunque éste jamás levantara la voz en los antológicos arrebatos coléricos de su mujer y su suegra. La cosa es que Lola les gritaba mucho. Recuerdo claramente una vez: “¡Porque ustedes se pasan toda la noche chupando culo y después la que limpia soy yo!”. Así nomás, gritado para quien quisiera escucharlo.
Lola tenía otra hija, una travesti que trabajaba en un, éste sí, bolichón por la calle Juan Carlos Gómez. A diferencia de su madre y su hermana, era muy buena vecina. Nunca gritaba, saludaba siempre, era la discreción en persona. Muchas veces me la cruzaba en el ascensor. Y muchas de esas veces venía acompañada. Y era tan educada que siempre me presentaba a sus acompañantes: “Roberto, te presento a mi vecino de arriba…”, “Fernando, él es mi vecino de arriba”, “Song Hu Ling, ¡vecino! ¡arriba!” y nosotros “Encantado, un gusto…”, y nos dábamos la mano con el amigo de turno o intercambiábamos respetuosas inclinaciones de cabeza, lo que correspondiera según el caso. Lo que no sé era cómo hacía para recibir a sus “amigos” eventuales, porque el apartamento donde vivían era igual al mío: un dormitorio y otra habitación que bien podía ser un dormitorio o un living, con baño y cocina minúsculos. Así que cuando estaban todos, Lola, Clever, la otra hija y Katy, bueno, no sé cómo ni dónde atendía. Y es por ella que me acuerdo del nombre de la perra, porque cada vez que la perra se ponía a ladrar durante las discusiones de Lola con su otra hija, ella le decía a la perra “¡Callate, Katy! ¡Callate Katy!”.
La cuestión es que Lola era muy ruidosa y gritaba mucho y gracias al pozo de aire, muchas veces parecía que la tenía gritando en mi propio living. Y la mujer asustaba. La había escuchado muchas veces peleando con la portera, Griselda. Una vez, la pobre estaba hincada en el piso, en cuatro patas, pasando un trapo y Lola le dijo “No te quedes así mucho rato que van a venir por atrás y te van a romper el culo, puta”. La pobre Griselda quedó desolada. Ah, sí… Lola no se destacaba por su fineza. Así que, la verdad, yo no me animaba a ir a golpearle la puerta y pedirle que no gritara más o que al menos cerrara la ventana para hacerlo, porque era, seguro, exponerse a alguno de los arrebatos de violencia de la señora.
Un día, en medio de una pelea de esas que ya estaba durando mucho, se me ocurrió sacar un parlante del equipo de audio por la ventana y poner ópera a todo volumen. Increíblemente, resultó: se callaron. Así que adopté el método. Sí, la música amansa a las fieras. Empezaban los gritos, empezaba la música. Pero una vez el método no resultó. No. Se ve que había pasado algo realmente grave, porque se peleaban y se peleaban sin parar y la catarata de insultos era realmente de antología, así que me dispuse a hacer el tratamiento musical de la situación. Puse a la Reina de la Noche de “La flauta mágica”, y nada. Puse un cd de la Callas. Nada. Puse “La cabalgata de las valquirias”, en versión completa, con las nueve valquirias a los gritos. Nada, seguían peleando. Desesperado, saqué la cabeza por el pozo de aire y les hice “¡Shhhhhhh!”. Nunca lo hubiera hecho: Lola sacó su cabeza por el pozo de aire y me aulló: “¡Haceme shhh en la concha, hijo de puta!”. Yo cerré la ventana y no salí del apartamento hasta dos días después, por las dudas, y a la semana siguiente me puse a buscar casa bien lejos de ahí.


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