Hace muchos años… muchos-muchos, ahora que lo pienso, porque esto que
voy a contar fue en el 94, yo vivía en Ciudad Vieja. Por Bartolomé Mitre para
abajo, casi en la rambla portuaria. Era un lugar muy interesante, la verdad. En
una de las esquinas con la calle Piedras, había una suerte de conventillo donde
atendían las prostitutas que se paseaban por, justamente, Piedras. Era una
construcción de ladrillo muy vieja y medio derruida, con una abertura sin
puerta, tapada con una cortina. Si uno, al pasar, miraba para adentro, veía
otras aberturas sin puerta que darían a habitaciones, digo yo, también tapadas
con cortinas, o más bien grandes retazos de tela fijados a las paredes con
clavos. Frente al conventillo había un bolichón… bah, era demasiado pequeño
para ser considerado “bolichón”, así que era un bolichito muy de mala muerte,
donde a veces, sobre todo los fines de semana,
se podía ver a las prostitutas bailando con hombres, la mayoría de las
veces asiáticos. Claro, era muy cerca del puerto. En fin… Entre las prostitutas
había una mujer muy mayor que tenía, claramente, una pierna más corta que la
otra. De todos modos, ella, a pesar de sus años y su dificultad física, se
ponía unos tacos dorados altísimos y bailaba con sus potenciales clientes con
una cadencia que tanto podía ser por puro instinto musical como por la cojera. Me
acuerdo de ella muy bien, y hasta hace un tiempo recordaba el nombre, porque
era amigota de mi amigo Luis, que muchas veces paraba en la esquina a charlar
con ella. Ella, que se prostituía, mandaba a sus hijas, que eran tres o cuatro,
a estudiar donde las monjas del Huerto. Me contaba Luis que esta mujer le decía
“mis hijas van a tener todo lo que yo no tuve, y por eso me rompo el culo
trabajando. Literalmente”, y se cagaba
de risa. De su risa me acuerdo, porque era una mujer que se reía mucho, una
risa muy grave de tanto que fumaba. Siempre me saludaba al pasar: “¿Cómo le va,
m’hijo?”, me decía, con su voz de fumadora eterna, recostada junto a la puerta
del conventillo. Pero esa era toda nuestra relación. Debería haber parado
alguna vez a charlar con ella. Y me gustaría recordar su nombre, pero no.
Del nombre que sí me acuerdo es del de una vecina del edificio donde
vivía: Lola. Lola era una vieja que vivía en el apartamento debajo del mío y
era una persona ruidosa, que siempre hablaba a los gritos y que siempre estaba
puteando a algo o a alguien. Se peleaba mucho con su hija menor, que tenía un
novio, el Clever, cuya vida consistía en pasar dos o tres meses en el COMCAR,
salir, cometer un par de raterías menores, volver al COMCAR, volver a salir, volver
al COMCAR, y así. A Lola le disgustaba mucho eso y lo manifestaba a los gritos.
Lola se ponía a gritar, su hija se ponía a gritar y la perra se ponía a ladrar.
Porque tenían una perra: Katy. Nunca supe el nombre de la hija, curiosamente.
Pero el de su novio es difícil de olvidar, claro, incluso aunque éste jamás
levantara la voz en los antológicos arrebatos coléricos de su mujer y su suegra.
La cosa es que Lola les gritaba mucho. Recuerdo claramente una vez: “¡Porque
ustedes se pasan toda la noche chupando culo y después la que limpia soy yo!”. Así
nomás, gritado para quien quisiera escucharlo.
Lola tenía otra hija, una travesti que trabajaba en un, éste sí,
bolichón por la calle Juan Carlos Gómez. A diferencia de su madre y su hermana,
era muy buena vecina. Nunca gritaba, saludaba siempre, era la discreción en
persona. Muchas veces me la cruzaba en el ascensor. Y muchas de esas veces
venía acompañada. Y era tan educada que siempre me presentaba a sus
acompañantes: “Roberto, te presento a mi vecino de arriba…”, “Fernando, él es
mi vecino de arriba”, “Song Hu Ling, ¡vecino! ¡arriba!” y nosotros “Encantado,
un gusto…”, y nos dábamos la mano con el amigo de turno o intercambiábamos
respetuosas inclinaciones de cabeza, lo que correspondiera según el caso. Lo
que no sé era cómo hacía para recibir a sus “amigos” eventuales, porque el
apartamento donde vivían era igual al mío: un dormitorio y otra habitación que
bien podía ser un dormitorio o un living, con baño y cocina minúsculos. Así que
cuando estaban todos, Lola, Clever, la otra hija y Katy, bueno, no sé cómo ni
dónde atendía. Y es por ella que me acuerdo del nombre de la perra, porque cada
vez que la perra se ponía a ladrar durante las discusiones de Lola con su otra hija,
ella le decía a la perra “¡Callate, Katy! ¡Callate Katy!”.
La cuestión es que Lola era muy ruidosa y gritaba mucho y gracias al
pozo de aire, muchas veces parecía que la tenía gritando en mi propio living. Y
la mujer asustaba. La había escuchado muchas veces peleando con la portera,
Griselda. Una vez, la pobre estaba hincada en el piso, en cuatro patas, pasando
un trapo y Lola le dijo “No te quedes así mucho rato que van a venir por atrás
y te van a romper el culo, puta”. La pobre Griselda quedó desolada. Ah, sí…
Lola no se destacaba por su fineza. Así que, la verdad, yo no me animaba a ir a
golpearle la puerta y pedirle que no gritara más o que al menos cerrara la ventana
para hacerlo, porque era, seguro, exponerse a alguno de los arrebatos de
violencia de la señora.
Un día, en medio de una pelea de esas que ya estaba durando mucho, se
me ocurrió sacar un parlante del equipo de audio por la ventana y poner ópera a
todo volumen. Increíblemente, resultó: se callaron. Así que adopté el método.
Sí, la música amansa a las fieras. Empezaban los gritos, empezaba la música. Pero
una vez el método no resultó. No. Se ve que había pasado algo realmente grave,
porque se peleaban y se peleaban sin parar y la catarata de insultos era
realmente de antología, así que me dispuse a hacer el tratamiento musical de la
situación. Puse a la Reina de la Noche de “La flauta mágica”, y nada. Puse un
cd de la Callas. Nada. Puse “La cabalgata de las valquirias”, en versión
completa, con las nueve valquirias a los gritos. Nada, seguían peleando.
Desesperado, saqué la cabeza por el pozo de aire y les hice “¡Shhhhhhh!”. Nunca
lo hubiera hecho: Lola sacó su cabeza por el pozo de aire y me aulló: “¡Haceme
shhh en la concha, hijo de puta!”. Yo cerré la ventana y no salí del
apartamento hasta dos días después, por las dudas, y a la semana siguiente me
puse a buscar casa bien lejos de ahí.
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