Empatía
Hace unas semanas tuve una tarde
de esas complicaditas, así que me puse una Traviata para escuchar mientras
hacía cosas por la casa, como estrategia para no pensar en que no lograba que
los personajes que debía escribir se comportaran como yo quería. Justo el otro
día le comentaba a una alumna del curso de guión que damos con mi amigo Oscar
que cuando te agarra el bloqueo creativo lo mejor es ocuparse de otras cosas. A
mí, cuando me tranco en el medio de la cuestión creativa, me da por la
limpieza. No me da por lavar pisos, por ejemplo, o los platos acumulados de dos
días en la cocina. No. El bloqueo de escritor me pone siempre a limpiar cosas
que habitualmente no limpio, como el espacio atrás de la heladera o del horno,
o el mueble de la ropa de cama... yo qué sé... esas cosas. Dejaré para otra
ocasión las evidentes resonancias psicológicas del asunto, de las que, lo juro,
acabo de ser consciente mientras escribo esto... Ok, ok, vamos con una: es posible
que, en definitiva, las cosas que hago cuando me tranco escribiendo tengan que
ver con buscarme en esos rincones oscuros y poco transitados de la casa. O algo
así. En cualquier caso, es interesante y lo voy a pensar mejor. Pero la cuestión
era sobre La Traviata. Me puse una Traviata. Hay algo reconfortante en lo de
escuchar esa música que conozco tan bien y que puedo cantar de memoria del
principio al final. Es como ponerse unos zapatos muy, muy cómodos y, de alguna
manera, volver a algún lugar en el que soy el que soy y el que fui, porque La
Traviata es la primera ópera que escuché completa, este año se cumplen treinta
años de tan movilizadora experiencia, y
aún no me he podido sustraer al embrujo de esa música y de esa historia. Ni
pienso sustraerme jamás. Así que ahí estaba yo con la esponja, enfrentado a los
azulejos del costado de la cocina, muy consustanciado con las peripecias de la
pobre Violetta Valéry, cuando sonó el timbre. Fui hasta la puerta y no había
nadie, así que bajé, porque supuse que habían tocado el timbre de abajo y estaban
esperando. Cuando pasé el primer rellano (estamos en un segundo piso sin
ascensor), vi que en las escaleras estaba sentada una adolescente, con una mochila
medio abierta a su lado, y con una agenda rosa sobre las piernas, en la que
anotaba cosas. "Buenas tardes", me dijo, mientras corría la mochila
para que yo pasara sin problemas. "Hola", respondí. No me extrañó que
estuviera allí sentada, porque hay varios adolescentes en mi edificio y no es
raro topárselos en las escaleras, sentados con sus amigos. Imaginé que esperaba
a alguno de ellos, así que seguí bajando y llegué a la puerta, donde una señora
esperaba a que alguien la atendiera para preguntar si allí era el Consulado de
Italia. Porque en Colonia tenemos hasta Consulado de Italia, seremos regios,
fijate vos. En fin, le dije que no, que no era aquí sino diez metros más allá,
como quien va hacia la ciudad vieja, y me contuve para no preguntarle por qué
cornos había tocado el timbre del apartamento más alto. Volví sobre mis pasos. La
Traviata seguía sonando. Consideré si no tendría la música muy fuerte, porque
se escuchaba mientras subía. Volví a cruzarme con la chica de la agenda rosa,
que esta vez me miró con mucho interés, al punto de hacerme sentir incómodo.
Llegué a casa, cerré la puerta y regresé a los azulejos pero un rato después me
di cuenta de que a Miranda no le quedaba más comida que la que tenía en el
plato, así que agarré la billetera y salí. La chica de la agenda rosa seguía en
las escaleras. Estuve tentado de preguntarle si necesitaba algo o esperaba a
alguien, pero como escribía frenéticamente en su agenda, no me pareció
prudente interrumpirla. Fui hasta la veterinaria, compré la comida y volví a
casa. Subí las escaleras. Ella seguía allí, escribiendo. Pero en los diez o
quince minutos que me llevó el mandado, algo había cambiado. Ella seguía
escribiendo, sí, pero había algo en el aire que no era sólo la música que
emanaba de mi apartamento. Algo había cambiado en ella, como si en ese rato
ella hubiera encontrado lo que yo no había podido encontrar todavía, a pesar de
los azulejos limpios y las frazadas sacudidas. Subí. Cuando estaba a punto de
llegar arriba, escuché su voz a mi espalda. "Señor". Me di vuelta. La
chica se había parado, sostenía su agenda rosa en la mano. "¿Sí?", le
pregunté. Ella dudó un instante, como si no supiera cómo decir lo que tenía que
decir. "¿Te puedo ayudar en algo?", le pregunté, intentando animarla
a hablar. "Le quería preguntar si... es que... ¿ella se va a morir?".
No le entendí. La quedé mirando. "¿Ella quién?", "La mujer, la
que canta". Y aún así me tomó tan de sorpresa que demoré unos segundos en
comprender que me hablaba de Violetta, de La Traviata, del torrente verdiano
que se deslizaba como una serpiente venenosa escaleras abajo. Pero cuando caí, le dije
la verdad. No tenía sentido mentirle: "Sí. Se va a morir."
"Porque hace un rato estaba tan feliz, pero después todo se puso a poner
tan triste y me pareció...", me dijo, con voz temblorosa. "Sí, es muy
triste", le dije. "Gracias", me dijo, con mucha pena. "¿Te
gusta la ópera?", le pregunté. Y ella: "¿Eso es ópera?", con
mucha inocencia, como quien hace el descubrimiento más sorprendente. Y yo
sonreí porque de pronto me vi, con doce años, escuchando aquella primera
Traviata fatal. "Eso es ópera", le dije. "Estás escuchando La
Traviata", y entonces ella abrió la agenda. "¿Cómo se escribe?".
"Así como suena. La cantante se llama Joan Sutherland. Él es Luciano
Pavarotti". Pero se ve que hablé muy rápido porque subió los escalones y
me pasó agenda y lapicera. "¿Me lo puede anotar?" "Ok", le
respondí, en estado de consternación. Le anoté todo. "Muchas
gracias", me dijo. "De nada", respondí. Entré a casa. Cerré la
puerta. Violetta Valéry murió un ratito
después y yo volví a la computadora. Mis personajes estaban todos allí,
esperando a que se me pasaran las pavadas.
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