Hay ámbitos en los que uno no puede elegir con quiénes trabaja. Una oficina, por ejemplo, o un empleo público, un colegio, una carnicería, yo qué sé: básicamente cualquier lugar a donde a uno le paguen un sueldo, cualquier lugar del que uno no sea el dueño. Pero hay otros ámbitos en los que uno sí puede elegir con quiénes trabaja, incluso aunque el ejercicio de esa libertad lo deje a uno, a veces, sin hacer lo que más le gusta hacer. En mi caso, claro, me refiero al arte, que es algo que uno más o menos elige y que hace, la inmensa mayoría de las veces, por puro amor al propio arte, a lo que éste nos deja en el alma y a lo que uno aprende de sí mismo en el camino. Para mí, ese lugar bien específico es el teatro, que es mi vida toda. Yo no soy sin el teatro y por eso cada vez soy más dramaturgo que otra cosa. Entonces me pasa que si voy a trabajar en teatro, trato de elegir de quiénes me voy a rodear. Voy teniendo cada vez más claro quiénes son esas personas porque si bien soy de proceso lento para algunas cosas, mi ser escritor me lleva a pensar, pensar y pensar, y en general termino por llegar a algunas conclusiones válidas para mí mismo. Todo es subjetividad, por supuesto, pero supongo que estoy alcanzando una edad en la que puedo y debo elegir, sobre todo por una cuestión de salud mental y porque algunas cosas me hacen sentir profundamente agredido. ¿Cuál es el límite que define ciertas decisiones? Tiene que ver con la tolerancia. ¿Qué tanto puede uno tolerar? Tiene que ver, necesariamente, con cuestiones políticas, entendida la política en su concepción más amplia, no en lo mero político-partidario aunque, a este respecto, podría decir varias cosas. Por ejemplo que me cuesta, en este momento particular de mi vida, trabajar con gente de partidos que cobijen en sus filas y hasta les den puestos de poder a personas homofóbicas, transfóbicas o que manifiesten odio al diferente y, claro, a los pobres. Tenemos muchos de esos en el gobierno actual y me causa espanto, porque para mí está meridianamente claro que el intolerante no debe ser tolerado. O sea que, para hacerla más corta, el límite, para mí, lo ponen los Derechos Humanos. La comprensión de la naturaleza de los Derechos Humanos y la actuación en consecuencia define, para mí, el ser buena persona o no. Me van a decir que el tema es, seguramente, más complejo. No lo dudo. Puedo ser muy limitado, lo reconozco, pero no soy obsecuente, no me cuesta nada admitir el error y, mucho menos, pedir disculpas. Pero, y ateniéndome a esta perspectiva, se me hace muy cuesta arriba trabajar con malas personas, así que no lo hago si puedo evitarlo. Y, como decía, tiene que ver con los Derechos Humanos, que delimitan, entre tantas cosas más, la irreconciabilidad de algunas circunstancias.
Si hay algo que me ha dado el teatro es el ejercicio permanente de la empatía, no entendida como el tan manido “ponerse en los zapatos del otro”, sino más como “sentir con el corazón del otro”. Y de verdad es un ejercicio permanente. Los que conocen la que ha sido mi línea principal de trabajo en los últimos años saben que en más de una ocasión he tenido que “bajar al barro” a conocer de primera mano un montón de situaciones para poder contarlas en la escena. Situaciones que, la mayoría de las veces, han dejado a mis propios dolores necesariamente relegados al estante de las cosas estúpidas. Situaciones que me han puesto a preguntarme de qué cornos me he estado quejando toda la vida y me han obligado a replantear infinidad de cosas que creía tan ciertas como árboles. Lo que aprendí, un poco rebobinando, es que hay cosas que no deben ser consentidas y que de lugares donde no se respeta y hasta se hace burla del dolor ajeno, uno debe salir corriendo.
Me pasa entonces que me cuesta
mucho convivir o tener vínculos de trabajo artístico, ya no digamos amistad,
con personas que, por ejemplo, hayan votado a favor de la derogación de la Ley
Integral para las Personas Trans, que se hayan opuesto al matrimonio
igualitario o hayan hecho campaña en contra de la Ley de Interrupción Voluntaria
del Embarazo. Y me cuesta porque hay diferencias filosóficas insoslayables que
tienen que ver con las ideas que tenemos todos acerca de la propia vida, la
libertad y el libre albedrío. Tampoco puedo trabajar con personas que digan, crean o se regodeen en comentarios y frases del estilo “Si te preocupa el
hambre, enseñá que la comida sale de la tierra, no del MIDES”, como tuve la
mala suerte de leer hace unos días en un posteo que culpabiliza a los pobres por ser
pobres y no entiende, en su afán de desparramar odio, una cosa mínima con la
que cualquiera podría empezar a desmontar una idea tan estúpida y
malintencionada como esa: ¿y si la persona no tiene tierra o acceso a ella? Y no
me vengan con lo de la metáfora, porque al final las cosas son metáfora cuando
les conviene. Hay que hacerse cargo. La sola idea de que haya gente que
realmente piense que los pobres son pobres porque quieren me indigna
soberanamente y hoy elijo no trabajar con esas personas. Límites: sos buena
persona o no sos buena persona. Te importa el otro o no te importa el otro. Lamentablemente,
no puedo confiar en nadie que vea al otro con tanto desprecio y si algo se
necesita en el teatro es confianza. Tampoco trabajo con personas que ejerzan
violencia sobre otras. Ya no. Este ha sido un viaje largo, porque a todos nos
ha costado aprender a identificar la violencia que tiene incluso formas poco
publicitadas como el “ghosting”, que es cuando alguien intenta comunicarse con otro
pero el otro lo ignora a propósito, una vez, y otra y otra, cortando toda posibilidad de
diálogo y sin dar explicaciones a tanto destrato. El “ghosting” es violencia y
las personas que hacen “ghosting” están ejerciendo violencia. ¿Hacés ghosting?
Sos mala persona. Malísima.
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