Ya desde la mañana la espalda me
había estado pasando avisitos, pero esta tarde, en casa, cuando me levanté de
la computadora para traerme una taza de café, mi espalda y mi cuello dijeron “Basta”,
y me dejaron ahí, doblado al lado de la mesa. “Tortícolis”, pensé. Ufa. Me enderecé
lentamente, respirando profundamente, hice unos muy, muy, muy cuidadosos
estiramientos y me dirigí al baño, a buscar un *** flex (Sí, ese, exactamente,
pero no pienso dar el nombre a menos que la farmacéutica me pague por la
publicidad). No había flex, había común, pero me lo tomé igual porque no me
relajaría mucho, pero al menos, pensé, calmaría
el dolor. Le mandé un sms a Martín, que estaba por volver a casa del trabajo: “Me
dio tortícolis. Comprá *** flex”. Martín me contestó “¿Tortícolis? Nooo, qué embole…”.
Y eso fue todo. Me senté en el sillón a esperar que el *** hiciera algo de efecto, y a esperar a Martín con el *** flex.
Prendí la tele y me enteré de que la
Ghidone le puso los puntos sobre las íes a la Xipolitakis. Parece que la
Xipolitakis, cada vez que ve a la Ghidone o alguien menciona a la Ghidone, se
agarra una teta y resulta que la Ghidone, con todo derecho, se cansó de eso. A la luz de las cosas
que se decían, creo que la Ghidone puso puntos sobre las íes, las jotas, y de
paso puso diéresis, tildes, de todo puso, y tan bien lo hizo que hasta le
partió una uña y todo a la otra. Tremendo. Ahí estaba yo, duro en el sillón, tratando
de entender qué era eso de la teta y masajeándome la zona dolorida del cuello,
cuando llegó Martín. No había comprado el ***flex porque cuando leyó el sms
entendió “compré” en vez de “comprá”. Estaba entrando al super a por maní y
cerveza para ver el partido (nosotros siempre vemos el partido con maní y
cerveza) y, en el apuro, leyó mal. Qué le vamos a hacer. Decidí comprar el
***flex al bajar del ómnibus, camino a la Escuela. Como todos los miércoles, tenía que llevarle la
mochila a Emilia. La mochila no sólo es rosada, sino que además
hoy estaba pesadísima, así que al levantarla casi me doblo de dolor pero,
haciendo gala de un estoicismo mayúsculo, salí rumbo a la parada. Cuando llegó
el ómnibus, al intentar subirme usando para ello la pierna derecha, se me
trancó todo de nuevo, cuello y espalda. El conductor me miró con curiosidad. Se
dio cuenta de mi mueca de dolor, supongo, porque me preguntó “¿está todo bien,
flaco?” (Al menos me dijo flaco. Casi paralítico pero flaco) Le dije que sí,
cambié de piernas lo más grácilmente que pude y subí al ómnibus. El conductor
me seguía mirando, ya no sé si porque casi me desparramo allí mismo o por la
mochila rosa, pero hice como que no me daba cuenta de nada y me dirigí al
guarda. Pagué el boleto. Cuando voy a sacar el boleto del expendedor, veo que
hay dos boletos esperando a ser retirados. Alguien se había olvidado del suyo.
No lo pensé y agarré uno de los dos, sin fijarme cuál, y me dirigí al fondo,
donde había un asiento. Como no podía girar el cuello, me senté medio de
costado para poder ver por la ventana. Minutos después, cuando ya estaba en la
puerta esperando para bajarme, se me ocurrió fijarme en el boleto. Era un
boleto de jubilado, así que la persona que no había recogido su boleto era,
obviamente, un jubilado. Tengo una amiga
que dice que los boletos son unos oráculos poco menos que infalibles. Sí. Ella
suma todos los números y, según lo que le dé, sabe cómo va a estar el día, la
noche, la vida, lo que sea. Pero yo no necesitaba sumar nada, porque allí
estaba todo el asunto, expuesto para que yo lo viera: mi futuro era el de un jubilado
artrósico. Al borde del brote psicótico de tanta angustia que me dio ese
avizorar mi destino trágico, me bajé del ómnibus, entré a la farmacia y, un
poco balbuceante, pedí el bendito ***flex. La chica me miró con extrañeza,
igual que el conductor, ya fuera por la mochila rosa o por el acendrado patetismo que con toda seguridad destilaba mi cara y, con gesto conmiserativo (casi rompo en llanto ahí mismo),
me tendió el ***flex. Llegué a la Escuela, marqué tarjeta, dejé la mochila de Emilia en secretaría, fui a la cocina y me tomé la
pastilla. Inmediatamente se me ocurrió (si, después de tomarlo, seré idiota),
que ya me había tomado un *** y ahora me acababa de tomar un *** flex, así que, con toda seguridad, yo debía estar al borde de la intoxicación por ibuprofeno. Le di un empujón a
Anselmo, me apropié de su computadora y le pregunté todo al Sr. Google. Parece
ser que 800 mg de ibuprofeno no califican para sobredosis, pero igual te puede
dar un buen ataque de “nistagmo”. Así como leés: nistagmo. Es una cosa horrible,
un movimiento involuntario de los ojos, ya sea de costado, vertical, rotatorio
o una combinación de todo. Tanto se te sube y se te baja el ojo como se te pone
a girar cual trompo, ¡y uno no puede
hacer nada para frenarlo! ¡Nada! Yo me imagino con el cuerpo duro y los ojos
revoleando para todos lados sin control y pienso que debería ir y encerrarme en
uno de los baños antes de que eso suceda. Pero no puedo: tengo ochocientas
cosas para hacer. Mierda. Y lo que no sé es si uno puede ver el partido con nistagmo.
Terminarás mareado, digo yo, entre la rebeldía del ojo y el movimiento de la
pelota. En fin... Una tragedia, decime si no.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
lunes, 18 de noviembre de 2013
De dieta
-Es
una dieta disociada- explicó la mujer. El hombre puso cara de no entender
demasiado de qué iba la cosa. – Claro- continuó ella- disociás alimentos. Por
ejemplo, no comés carbohidratos si vas a comer proteínas, ni proteínas con las
fibras, ni fibras con colesterol... ni colesterol con nada, ahora que lo
pienso-. Y ahí se mandó unas sonoras carcajadas que hicieron que todos
miráramos.
El
hombre que la acompañaba, un compañero de trabajo, supongo, tenía cara de estar
tomando, por obligación, un curso de chino de alguna de las dinastías perdidas.
–Es buenísima- volvió a la carga la mujer- en los primeros cuatro días bajé 457
gramos-. El hombre pareció sorprenderse -¿457 gramos?- preguntó. –Sí. Me tuve
que comprar una balanza electrónica, eso sí, para llevar el control exacto. ¿No
es buenísima?
-
¿La dieta o la balanza? – preguntó él.
–
Bueno... las dos cosas. La balanza es muy buena, y así me costó, claro.Pero la
saqué con la tarjeta en cuotas.
Yo,
sentado en el asiento de atrás, trataba de concentrarme en la lectura, pero hay
veces que la realidad supera ampliamente a la ficción. Lo de tener que
comprarse una balanza electrónica super exacta para poder hacer una dieta, me
parece, al menos, exagerado. Pero, bueno, la mujer estaba chocha con su balanza, que quizás la ayude en la dieta por el sólo hecho de su precio cuyo pago no le
permitirá, tal vez, comprar demasiada comida. Una balanza personal que muestre
los gramos con exactitud tiene que ser carísima.
-
Es que no podía más- dijo la mujer – me estaba cansando que era un disparate.
Subía las escaleras y llegaba boqueando. Y vos sabés que tengo que subir y
bajar esas escaleras ochenta veces al día. Yo me di cuenta que estaba
engordando cuando el portero dejó de decirme barbaridades y de invitarme a
salir. ¡Si será atrevido! Él sabe que estoy casada porque el Negro va cada dos
por tres a buscarme. Claro, cuando viene el Negro se porta de lo más formalito,
le da la mano y todo, pero las cosas que me decía no están escritas. Yo al
Negro no le cuento lo que me dice el portero porque todavía va y lo mata de una
paliza. El Negro siempre fue muy celoso. Pero te decía: a todo esto, el portero
dejó de decirme las cosas que me decía, y además al Negro se le ocurrió empezar
a decirme “Gorda”, cuando toda la vida me dijo “Rubia”. Siempre fuimos el
“Negro” y la “Rubia”, pero pasar a ser el “Negro” y la “Gorda”, te lo regalo.
No, no, no, te lo regalo. Pero lo peor de todo, lo peor de todo fue la semana
pasada. Yo estaba limpiando el pasillo de arriba, hincada en el piso y ¿no pasa
el gerente y no me saluda? Yo, dura, le dije “Buen Día”, y ahí se da
vuelta, me ve y me dice “Disculpe Norma, no la había reconocido”. ¿Entendés?
¡No me había reconocido! ¡Me vio de atrás y no me reconoció! ¡Casi me muero!
Ahí fue cuando me dije “Norma, tenés que adelgazar”. Nueva andanada de
carcajadas.
El
hombre que iba con ella mostraba, a esta altura, un peculiar color morado. No
sé si de aguantar la risa o de la vergüenza, porque mientras Norma hacía su
cuento, liberaba su veta más histriónica: la última parte de su relato fue
hecha casi a los gritos y con una géstica más propia de un gran teatro que de
un 116 a las 17:45. Como para que nadie diga que algunos personajes de
Almodóvar y Gasalla no son copias del natural.
Lo cosa es que lo que cuento es cierto, palabra más, palabra menos.
Cuando veo y escucho cosas así, es cuando me pregunto a qué se referirán
algunos cuando dicen que los uruguayos somos tan discretos, prudentes,
reservados, formales y hasta grises. A mí me parece que estamos cada vez más
pintorescos, cada vez más parecidos a un capítulo de de telenovela argentina
Pero no me malinterpreten: me encantó la deshinibición de la tal Norma. Al fin
y al cabo me dio algo para contar.
lunes, 11 de noviembre de 2013
¡Corré, Marinela!
A propósito de la violencia, la inseguridad y las lluvias torrenciales, el otro día, sacudiendo mis discos duros, me encontré con esta nota que escribí para Montevideo.com en el 2005. La comparto: me resultó divertidísimo recordar toda la situación.
De película
El miércoles pasado, cuando salí del trabajo, llovía copiosamente. Molesto
por tener que gastar en un boleto, me subí a un 116 en Buenos Aires pensando en
bajar en el supermercado de Constituyente para hacer las compras. Cuando el
ómnibus estaba por ponerse a avanzar, se detuvo abruptamente. Yo, que esperaba que el guarda me diera el vuelto, casi me caigo. Frente al ómnibus, tres
personas, dos mujeres y un hombre, discutían con violencia. Una de las mujeres, rubia ella, le
gritaba al tipo que le pagara, a lo que el hombre se negaba vigorosamente,
entonces la otra mujer empezó a golpearlo, bah, cagarlo a palo, conminándolo
a que pagara lo adeudado a su amiga. El hombre les dijo entonces que no pensaba
pagar, que la rubia no valía nada y que por eso no le pagaba. El guarda y el
conductor miraban la escena y se reían a carcajada limpia. La mujer rubia seguía
insistiendo en el pago y el hombre en que no le iba a pagar. Así, a insultos y
empujones limpios, nos dieron paso, momento que el conductor aprovechó para avanzar.
El guarda comentó que cómo el hombre le iba a decir a la mujer que no valía
nada “si estaba fuerte la guacha”. Mirando por la ventanilla vi a las mujeres
empujando con violencia al hombre, que paraba los golpes con los brazos (todo
un caballero: en ningún momento vi que hiciera el intento de devolver los
puñetazos y las cachetadas). En eso apareció un 117 y las mujeres lo empujaron
contra él. Mi ómnibus se detuvo: claro, el conductor, igual que todos, tenía
una evidente curiosidad por saber cómo terminaba aquello. El 117 frenó bruscamente
y una anciana que iba parada en el pasillo desapareció de la vista: se cayó por
lo violento de la frenada. En el 116 todos contuvimos el aliento. El guarda del
117 se levantó para ayudar a la señora. El conductor del 117, ajeno a cualquier
otra cosa que no ocurriera en la calle, arrancó el ómnibus, pero, dada la batalla campal de la calle, otra vez tuvo
que frenar de golpe. Se cayeron el guarda y la señora a medio levantar. En el
116 todos ahogamos un grito de horror: el guarda en cuestión era muy gordo y la
anciana, pobre, muy bajita y anciana y, por lo que se podía ver, el guarda
había caído sobre ella. Tremendo. Mientras tanto, en la calle, el hombre
golpeado esquivó el ómnibus pero las mujeres lo empujaron nuevamente, esta vez
contra un 21 a Portones. Más frenadas. Quedó clara la intención de las mujeres:
querían que un ómnibus aplastara al desgraciado. Por mal pagador, imagino. El
guarda de mi ómnibus cambió su afirmación inicial: estaba bien que el hombre no
pagara nada porque evidentemente la mujer estaba loca. El conductor aportó,
filosóficamente, que para él estaban todos locos y escapados de un psiquiátrico,
mandarse tal escena bajo la lluvia, dondesevió (todo junto, obvio). Yo pensé
que aquello tampoco estaría bien con clima seco, pero, bueno... También me puse
a pensar en que el hecho de que el cobrador esté loco no es razón suficiente
para no pagar una cuenta y que sería de un mal gusto espantoso andar aplastando
con ómnibus a los deudores. Si fuera así, éste sería un país de locos y
aplastados. En fin… A todo esto el hombre golpeado logró desprenderse de las
mujeres y darse a la fuga. Las mujeres corrieron detrás de él gritando como
poseídas. Un policía que pasaba, convencido sin duda de que el hombre las había
robado o algo peor, salió en persecución del tipo. Dado el suspenso y el hondo
dramatismo de la escena, el conductor, que había tenido la intención de
reanudar la marcha, se vio obligado a
frenar una vez más. Las dos mujeres, al ver que un policía se sumaba al hecho,
se miraron perplejas, salieron corriendo en dirección opuesta y se perdieron calle
abajo, una de ellas al grito de “¡Corré, Marinela, corré!”. El policía alcanzó
al hombre y con una rápida pero eficiente llave, lo tumbó en el piso. Cuando se
dio vuelta para ver si las pobres mujeres indefensas venían a recuperar sus
pertenencias o su honor mancillado, observó, con estupor, que nadie venía a
reclamar nada. Se quedó ahí, bajo la lluvia, sin saber qué hacer con su cara de
héroe ni con el tipo que tan hábilmente había detenido. Se rascó la cabeza
pensativamente y, por las dudas, le puso las esposas. En el 117, la señora mayor, aunque visiblemente asustada, ahora ocupaba un asiento y no parecía haber sufrido mayores daños. El guarda, en cambio, se frotaba un codo con gesto adolorido.
Finalmente todos los ómnibus arrancaron. Miré el reloj y eran las 22:15. Bien,
todavía podía llegar al super, que cierra a las 22:30. Pero no, porque el super
empezó con los horarios de invierno y ahora cierra a las 22:00. Llegué a casa
todo mojado, sin comida y de mal humor. Por suerte quedaban fideos.
miércoles, 6 de noviembre de 2013
¡Bronquitis!
El jueves de la otra semana me desperté sintiéndome medio mal y con
fiebre. 38.5, exactamente. No le di pelota y me fui a trabajar de todos modos.
En el correr de la mañana me fui sintiendo cada vez peor, pero me tomé unos
perifares y seguí adelante. De tarde seguía con fiebre. Igual, volví al
trabajo, religiosamente, a las 18:00. De noche, al llegar a casa, me quería
morir, así que me metí en la cama y me dormí, bah, me desmayé hasta el día
siguiente. Me levanté de nuevo con fiebre, pero cuando me disponía a hacer todo
eso que uno hace al levantarse (las abluciones matinales y los huevos
revueltos) Martín logró apropiarse del termómetro y vio lo insoslayable: 38.9.
Yo me hice el canchero y le dije que igual iba a trabajar, mirá si iba a faltar
así, avisando tan sobre la hora, que daba clase a las 8:00 y que bla, bla, bla.
Para qué. Martín, casi que fuera de sí, amenazó poco menos que con atarme a la
cama y en medio de la diatriba que me soltó acerca de lo irresponsable que era con
mi salud y la mar en coche, me encajó un perentorio “¡ya no sos un chiquilín!”
que me sumió en la depresión, me hundió en el sillón y me hizo decirle que “bueno,
está bien, llamá al médico”. Llamó al médico y yo llamé a la Escuela para
avisar que no iba. Desde la Escuela Jimena me dijo que tenía voz de cadáver y escuché
a Anselmo de atrás que le decía “¡que no se preocupe, nos arreglamos!”. Corté
con cierto alivio pero, en la media hora que demoró en llegar la doctora, envejecí unos 47 años por culpa del “ya no sos un chiquilín” de Martín. Sí. Para
cuando la doctora llegó, yo era un anciano muriéndose de algo gravísimo.
Tremendo.
La doctora entró. Yo tosía y sudaba. La mujer me miró con suspicacia. “¿Fumador?”, preguntó. Yo palié el tenso momento
mirándola de cotelete y con un nuevo acceso de tos. Ella sonrió con sorna y ahí
fue cuando Martín me vendió con total descaro: “sí, fuma”. Yo lo miré,
incrédulo, desarmado, dispuesto a no perdonarle nunca, nunca, tamaña traición.
Total, la mujer me auscultó y, rápida para el diagnóstico, sentenció “Bronquitis.
Aunque muchos de esos chiflidos que se escuchan en el pulmón seguramente sean
del cigarro”. “¿Seguramente?”, repetí en mi cabeza, “¿Chiflidos? Cagamos, es
verdad: me estoy muriendo”. Martín, que quién sabe por qué oscuro motivo estaba
dispuesto a arrojarme en el negro pozo de la ignominia frente a la doctora, me
acusó flagrantemente: “Está con fiebre desde ayer pero igual quería ir a trabajar”. La doctora
me miró nuevamente, como si yo fuera un caso digno de estudio o un demente o un
criminal de la peor calaña y me preguntó “¿Me dijiste que tu edad era…?”, así,
levantando el tonito de la frase en el final interrogativo. Yo no sé si era la fiebre,
pero creo que hasta vi los puntos suspensivos en el aire. Entre dientes,
rumiando el rencor, le dije “treinta y nueve”. Y la mujer se rió. Se rió. A ver:
se rió, así como te cuento. Para sumar escarnio, Martín me miró con cara de “te
lo dije” (y si pudiera levantar una ceja sola, lo hubiera hecho, pero no, así
que me puso cara sin ceja levantada, pero de lo más expresiva igual). La doctora, cuya verdadera vocación debía ser el stand-up, siguió adelante, divertidísima con sus alocadas ideas: “Claro, lo que vos querés es agarrarte
una buena neumonía. Es eso, ¿no? ¡Ah, qué lindo! ¡Muy lindo, sí!” y luego,
cambiando el tono dicharachero a voz de enterrador, continuó “A tu edad, si
hacés 38.5 de fiebre DOS días seguidos (el dos lo dijo en mayúsculas), te
quedás en la cama. No te vas a ningún lado, te quedás en la cama. Y más con
este clima”. “A tu edad”, ¿pueden creer? Así que mientras Martín bajaba a
abrirle a la doctora, yo envejecí unos 9 años más. Carajo. Me acosté, y como la
fiebre no cedió hasta el domingo de tarde, me quedé en la cama hasta el lunes,
de pura angustia. Y fiebre, tos y mocos, claro. Ya estoy mejor. Gracias.
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