A propósito de la violencia, la inseguridad y las lluvias torrenciales, el otro día, sacudiendo mis discos duros, me encontré con esta nota que escribí para Montevideo.com en el 2005. La comparto: me resultó divertidísimo recordar toda la situación.
De película
El miércoles pasado, cuando salí del trabajo, llovía copiosamente. Molesto
por tener que gastar en un boleto, me subí a un 116 en Buenos Aires pensando en
bajar en el supermercado de Constituyente para hacer las compras. Cuando el
ómnibus estaba por ponerse a avanzar, se detuvo abruptamente. Yo, que esperaba que el guarda me diera el vuelto, casi me caigo. Frente al ómnibus, tres
personas, dos mujeres y un hombre, discutían con violencia. Una de las mujeres, rubia ella, le
gritaba al tipo que le pagara, a lo que el hombre se negaba vigorosamente,
entonces la otra mujer empezó a golpearlo, bah, cagarlo a palo, conminándolo
a que pagara lo adeudado a su amiga. El hombre les dijo entonces que no pensaba
pagar, que la rubia no valía nada y que por eso no le pagaba. El guarda y el
conductor miraban la escena y se reían a carcajada limpia. La mujer rubia seguía
insistiendo en el pago y el hombre en que no le iba a pagar. Así, a insultos y
empujones limpios, nos dieron paso, momento que el conductor aprovechó para avanzar.
El guarda comentó que cómo el hombre le iba a decir a la mujer que no valía
nada “si estaba fuerte la guacha”. Mirando por la ventanilla vi a las mujeres
empujando con violencia al hombre, que paraba los golpes con los brazos (todo
un caballero: en ningún momento vi que hiciera el intento de devolver los
puñetazos y las cachetadas). En eso apareció un 117 y las mujeres lo empujaron
contra él. Mi ómnibus se detuvo: claro, el conductor, igual que todos, tenía
una evidente curiosidad por saber cómo terminaba aquello. El 117 frenó bruscamente
y una anciana que iba parada en el pasillo desapareció de la vista: se cayó por
lo violento de la frenada. En el 116 todos contuvimos el aliento. El guarda del
117 se levantó para ayudar a la señora. El conductor del 117, ajeno a cualquier
otra cosa que no ocurriera en la calle, arrancó el ómnibus, pero, dada la batalla campal de la calle, otra vez tuvo
que frenar de golpe. Se cayeron el guarda y la señora a medio levantar. En el
116 todos ahogamos un grito de horror: el guarda en cuestión era muy gordo y la
anciana, pobre, muy bajita y anciana y, por lo que se podía ver, el guarda
había caído sobre ella. Tremendo. Mientras tanto, en la calle, el hombre
golpeado esquivó el ómnibus pero las mujeres lo empujaron nuevamente, esta vez
contra un 21 a Portones. Más frenadas. Quedó clara la intención de las mujeres:
querían que un ómnibus aplastara al desgraciado. Por mal pagador, imagino. El
guarda de mi ómnibus cambió su afirmación inicial: estaba bien que el hombre no
pagara nada porque evidentemente la mujer estaba loca. El conductor aportó,
filosóficamente, que para él estaban todos locos y escapados de un psiquiátrico,
mandarse tal escena bajo la lluvia, dondesevió (todo junto, obvio). Yo pensé
que aquello tampoco estaría bien con clima seco, pero, bueno... También me puse
a pensar en que el hecho de que el cobrador esté loco no es razón suficiente
para no pagar una cuenta y que sería de un mal gusto espantoso andar aplastando
con ómnibus a los deudores. Si fuera así, éste sería un país de locos y
aplastados. En fin… A todo esto el hombre golpeado logró desprenderse de las
mujeres y darse a la fuga. Las mujeres corrieron detrás de él gritando como
poseídas. Un policía que pasaba, convencido sin duda de que el hombre las había
robado o algo peor, salió en persecución del tipo. Dado el suspenso y el hondo
dramatismo de la escena, el conductor, que había tenido la intención de
reanudar la marcha, se vio obligado a
frenar una vez más. Las dos mujeres, al ver que un policía se sumaba al hecho,
se miraron perplejas, salieron corriendo en dirección opuesta y se perdieron calle
abajo, una de ellas al grito de “¡Corré, Marinela, corré!”. El policía alcanzó
al hombre y con una rápida pero eficiente llave, lo tumbó en el piso. Cuando se
dio vuelta para ver si las pobres mujeres indefensas venían a recuperar sus
pertenencias o su honor mancillado, observó, con estupor, que nadie venía a
reclamar nada. Se quedó ahí, bajo la lluvia, sin saber qué hacer con su cara de
héroe ni con el tipo que tan hábilmente había detenido. Se rascó la cabeza
pensativamente y, por las dudas, le puso las esposas. En el 117, la señora mayor, aunque visiblemente asustada, ahora ocupaba un asiento y no parecía haber sufrido mayores daños. El guarda, en cambio, se frotaba un codo con gesto adolorido.
Finalmente todos los ómnibus arrancaron. Miré el reloj y eran las 22:15. Bien,
todavía podía llegar al super, que cierra a las 22:30. Pero no, porque el super
empezó con los horarios de invierno y ahora cierra a las 22:00. Llegué a casa
todo mojado, sin comida y de mal humor. Por suerte quedaban fideos.
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