Luego de muchos meses de investigación, de ver muchos
documentales y películas de ficción israelíes y palestinas, leer muchos libros, hablar con mucha gente, tomar muchos apuntes y “diseñar” en post-its
el devenir de la historia que quería
contar, me senté, finalmente, a escribir
“El mar”, mi última obra de teatro. Curiosamente, la inspiración y la creatividad,
que se manejan a su aire, como seres autónomos y sin que yo pueda hacer mucho
para incidir en su manifestación, decidieron que primero tenía que escribir algunos
cuentos. Las dejé hacer, claro: ¿quién es uno para impedirle la acción a eso
que uno nunca sabe muy bien de dónde viene y que tiene sus propias razones y
sentidos? Así que escribí los cuentos aunque eso me apartara un poco del plan
que tenía fijado.
Mirado desde la distancia que imponen los meses
pasados desde que terminé de escribir la obra, que además ya se estrenó, me doy
cuenta de que hay una lógica en eso que me pasó. Entre las muchas cosas que vi
y leí mientras me preparaba para la escritura, aparecían cada dos por tres
ancianas palestinas y judías contando cosas. Cosas de la vida, cosas del
cotidiano, cosas de la imaginación… cosas. Ellas siempre cuentan cosas. Claro, sin
duda son parte de dos culturas con una gran tradición narrativa. Lo cierto es
que estas mujeres tienen el poder, al relatar, de convertir en una cuestión
épica hasta las cosas más simples como un paseo en el campo, un pensamiento, o
el colgado de unas sábanas en una cuerda entre dos árboles porque, de pronto,
eso que en apariencia se trataba de las sábanas, termina siendo la historia de los
dos árboles y cómo llegaron a ese lugar. Es muy emocionante. Escuchando a estas
mujeres me quedaba con la idea de la vida escribiéndose a sí misma “a través de
las palabras de una vieja”, imagen que usé luego en “El mar”. Scherezade vive
en todas ellas, no me cabe la menor duda.
La cuestión es que algo de toda esa maravillosa “manía
cuentativa” me quedó adentro, porque cuando me senté a escribir, como ya dije,
lo primero que surgió fue una pequeña colección de cuentos que, por algo que
siento como un honrar a mi propio proceso creativo, mío, subjetivo y al mismo
tiempo tan independiente y libre, adapté para incluirlos, de una manera u otra,
en la obra. Aquí les comparto el primero y lo acompaño con algunas de las fotos
que Alejandro Persichetti sacó de la obra.
La historia de Tammam y el
camello loco
Tammam se sentía cansado. Acarrear los recipientes del
agua colgando de los hombros durante toda una vida para regar los olivos nuevos
-porque siempre había olivos nuevos que regar- le había llenado las
articulaciones de suspiros, así que un día decidió que ya era momento de
comprar un camello que lo ayudara con la tarea, pensando en que no sólo le
haría la vida más fácil a él sino también a toda su familia que, un día sí y
otro también, acarreaba el agua junto a él. Tammam reunió todas las monedas que
había en la casa, llenó dos vasijas con su mejor aceite y se fue al mercado, donde
había muchos camellos a la venta. Demasiados. ¿Cuál elegir? No tardó en darse
cuenta: cuando miraba indeciso por sobre la cerca improvisada con palos, uno de
los camellos le guiñó un ojo. Tammam parpadeó varias veces, seguro de que algo
se habría metido en su propio ojo, pero cuando miró nuevamente al camello,
éste, otra vez, le hizo una guiñada. Era verdad: el camello le había guiñado un
ojo. Entre toda la gente que había en el mercado, el camello le había guiñado
el ojo a él, cosa singular aunque no tanto: está escrito que un camello puede,
si quiere, guiñar un ojo.
Pero él estaba muy impresionado porque para
desesperación de su mujer, Segulah, Tammam siempre había sido un romántico y un
soñador. Por supuesto, él siempre le decía: "Segulah, mujer, si yo no
fuera tan romántico y soñador como dices, ¿te habrías casado conmigo?", y
ella, enternecida, le decía que no, que no se habría casado, y ya no se
quejaba. No es que Tammam hiciera las cosas mal, no, pero se ponía distraído a
veces: olvidaba las cosas, dejaba las herramientas en el campo o quizás Segulah
lo enviaba al mercado a comprar harina y él volvía con dátiles. Entonces ella
le preguntaba por qué había hecho tal cosa y él le respondía que se la había
imaginado a ella, a Segulah, bajo la luna, comiendo dátiles, y que él estaba a
su lado y estaban de la mano y la luz de la luna era más blanca que nunca… pero,
qué curioso, a pesar del blancor de la
luz de luna que había imaginado, no había podido recordar la harina. Ella lo
miraba con sorpresa, pero luego de un instante, le sonreía. Ah, sí: tanto se
querían Segulah y Tamman. Segulah le perdonaba todo y luego, de noche, se
escapaban los dos a ver la luna y comer los dátiles de la mano y disfrutar del
fresco de la noche, juntos, en medio de la calma que da saber que la vida es
buena y más si se tiene al lado a un hombre como Tammam o a una mujer como
Segulah.
Tamman, entonces, se decidió a comprar el
camello guiñador. El camellero, que era un hombre honesto, le dijo que ese camello no le iba a servir.
Que no sólo era viejo y poco tiempo le quedaba de vida, sino que además estaba
loco. "¿Loco?", preguntó Tammam. "Loco", respondió el
vendedor. "Loco y terco, de puro viejo que es". Tammam miró al
camello con tristeza, y éste, ¡alabado sea el profeta!, volvió a guiñar el ojo. "No
importa", le dijo al vendedor, "me lo llevo de todos modos".
"Su mujer lo va a echar de casa, Tammam", le dijo el vendedor.
"¿Segulah? No lo creo", y le entregó todo lo que tenía: sus monedas y
las vasijas de aceite. En cuanto Segulah vio el camello le preguntó, alarmada:
"Tammam, ¿por qué compraste un camello tan viejo?". "Porque me
guiñó el ojo. No una vez, ni dos, no: tres veces". Segulah suspiró, pero
no dijo nada, tan feliz estaba Tammam con su camello. Pensó: "bueno: durará
lo que tenga que durar con el favor de Alá y luego veremos cómo llevamos el
agua a los olivos y, sobre todo, cómo
recuperamos el dinero".
No pasó nada de tiempo antes de que se dieran
cuenta de que el camello realmente estaba loco. Se escapaba del corral, nadie
sabía cómo, pero lograba escaparse del corral. No importaba qué pusiera Tammam
para asegurar la puerta, el camello se escapaba, aunque tuviera que tirar la
puerta abajo. Era así, el camello se escapaba y siempre lo encontraban detrás
de la casa, golpeando con su pezuña la tierra en la esquina de la casa que daba
al este. De todos modos, el camello cumplía su trabajo sin quejarse: llevaba el
agua hasta los olivos, sin importar cuántas veces tuviera que hacerlo. Y, lo
mejor de todo, le seguía guiñando el ojo a Tammam, aunque nadie más que él lo
creyera. Al final decidió no encerrar al camello, porque el camello no se
escapaba, sólo daba la vuelta a la casa para golpear la tierra con la pezuña,
siempre en el mismo lugar. Siete veces salió Tammam de su casa y siete veces
encontró al camello golpeando el suelo en la esquina de la casa. Otras tantas salió Segulah para encontrar al
camello haciendo lo mismo, hasta que no tuvo más remedio que decirle a su marido: "Tammam, ni siquiera un
camello loco puede equivocarse tanto: debe haber algo ahí, quizás agua", y
todos se alegraron pensando en tener agua tan cerca de la casa, casi en la
misma casa.
Así que Tammam trajo una pala y se puso a excavar, mientras el
camello lo miraba. Fue entonces que Segulah se dio cuenta de que era verdad que
le guiñaba el ojo a Tammam. "Te guiña el ojo, Tammam, cava más
profundo". Y Tammam excavó y excavó y excavó y no encontró agua, pero
encontró una vieja olla de cobre llena
de monedas de oro, porque Alá dispuso que los mejores tesoros se encuentren
siempre en la propia casa. Y así fue que, gracias al camello loco, Tammam pudo
comprar un tractor para llevar agua a los olivos y, por supuesto, ayudar a los vecinos en sus tareas. Años
después, cuando el camello murió, lo enterraron con los honores reservados a
los más amados integrantes de la familia.
Impresionante, que crack!
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