martes, 24 de septiembre de 2013

La fragilidad de los objetos



A propósito del post anterior, creo que sí estamos  bajo una influencia astrológica nefasta para los electrodomésticos y sus circunstancias. Tendría que hablar con mi astrólogo de confianza, pero todo indica que los desperfectos a nivel hogareño están a la orden del día. No sé qué pasa. Capaz que en esta familia estamos violando cientos de leyes del Feng Shui sin darnos cuenta y los electrodomésticos se han puesto en pie de guerra. No, no se asusten: el microondas aún no claudicó y todavía no parece dispuesto a reciclarse en apoya-macetas ni en cucha de Miranda. Esta vez fue el calefón. ¿Qué pasó? Se me cayó en la cabeza. Eso pasó. Tal cual se los cuento: se me cayó el calefón en la cabeza.  Por suerte es uno de veinte litros, que si no, no estaba acá contándolo.
El problema empezó, justamente, porque es un calefón de veinte litros que venía con el apartamento. Veinte litros duran lo que un suspiro, por lo que las duchas, en esta casa, son rápidas, pero a veces uno no tiene ganas de una ducha rápida, sino de una ducha lenta, ¿verdad? Así que hace un tiempo decidí cambiar el calefón por uno que tenemos guardado, de treinta litros. Y lo hice, porque yo soy así. Cuando algo se me mete en la cabeza, voy y lo hago. Qué joder. Entonces, como primera medida, vacié el calefón, cosa muy incómoda porque me implicó estar un buen rato empujando con el destornillador la válvula de seguridad mientras el agua, fría porque el calefón estaba apagado desde la última ducha de la mañana,  me corría por el brazo. Una vez vaciado lo saqué, puse el otro calefón y conecté las colillas derrochando metros de teflón en el proceso. Luego me desenrosqué del teflón (hay que ver lo pegajoso que puede llegar a ser),  abrí las canillas y cuando juzgué que el calefón estaba lleno (cosa que intuí porque en cierto momento la canilla del agua caliente dejó de toser y empezó a salir agua), esperé un poquito, cerré la canilla y lo enchufé (siempre con mucho cuidado, ya sabemos mis pruritos con las cosas eléctricas). Nada explotó, por suerte, que es lo que más temo cuando hago cosas así. Siempre estoy esperando una explosión. Pero no pasó nada. A ver: no pasó nada. Nada de nada. No hubo explosión ni canillas volando por los aires, no hubo térmica saltando ni vecinos en el informativo de las siete diciendo que qué pena lo del muchacho del primer piso que era tan simpático, morir así, tan joven. Nada. Y como les digo una cosa, les digo la otra: tampoco se encendió la luz piloto del calefón. ¿Pueden creer? Mientras maldecía y me sacaba teflón de la ropa, decidí esperar, a ver si de todos modos el maldito termotanque cumplía con su propósito con o sin luz piloto, pero media hora después el agua estaba tan fría como cuando me corría por el brazo al vaciar el primer calefón, así que resolví  que lo que estaba mal era la resistencia. Vaya uno a saber por qué pensé eso, pero sí. Saqué la resistencia del calefón, fui hasta la ferretería, compré una nueva, volví, la instalé, esperé. Nada. Agua helada, cosa nada inusual considerando que estábamos en agosto. Así que no era la resistencia. A punto de perder la entereza, vacié el calefón, lo saqué, puse el viejo, esperé que se llenara, lo enchufé, me desembaracé, oh, por Dios, de los restos de teflón del piso, la pared, la ropa y el pelo  y, rato después, había agua caliente de nuevo. Veinte litros, es verdad, pero algo es algo. Y todo lo hice yo solito. A pesar de todo, sentía una especie de orgullo interior. Pero la cosa es que debí dejar mal conectado uno de los caños, porque esa misma noche vi una gota de agua deslizándose, subrepticia, por la colilla. Pero ya estaba harto de mis devaneos sanitarios, así que me dije que una gota no le hacía mal a nadie y dejé la reparación para otro día. Y ahora vamos al sábado pasado.
El sábado de noche, poco después de colgar el post anterior, que, si no lo leyeron, iba de microondas satánicos, estábamos acá en casa, lo más tranquilos, cuando de repente nos invadió un enorme olor a baquelita quemada y luego, puf, se apagó la luz. Se apagó porque saltó la térmica, en el resto del edificio había luz. Escuchamos un ruido extraño en el baño, y hacia allí corrimos, justo a tiempo para ver que el temporizador del calefón (que lo enciende o apaga a horas clave) estaba prendido fuego. Por suerte la cortina del baño estaba corrida y no había toallas colgadas cerca. El fuego, a Dios gracias,  terminó tan prontamente como había empezado. Hay que decir que el temporizador venía funcionando mal, es verdad, pero nada que indicara que estuviera a punto de prenderse fuego. Vamos, que si no, lo habríamos sacado hacía tiempo. Sigo: una vez  contenido el incendio, fuimos a la ferretería, compramos enchufes nuevos, volvimos, los cambiamos y nos deshicimos del cadáver calcinado del temporizador. No hubo problema y  el calefón, por suerte, funcionaba. Pero al día siguiente, maldita la hora, se me ocurrió hacer el postergado ajuste de la colilla, y en eso estaba, pinza en mano, cuando se ve que me apoyé con mucha fuerza o algo así porque de repente el calefón se descolgó de la pared y cayó, ya les dije, en mi cabeza, con sus veinte litros de agua, para luego seguir viaje hasta el suelo. La impresión fue tal que ni Martín ni yo pudimos decir nada.  Martín me miraba, a ver si yo estaba vivo a pesar de estar parado, y yo miraba al calefón en el piso, sin entender qué diantre acababa de pasar. Luego vino el susto: me zumbaban las piernas, se me disparó el corazón, me puse muy nervioso… tre-men-do. El susto con retroactividad, como quién dice. El calefón se descascaró un poco, pero en eso quedó todo, aparte de la sensación de descalabro en la columna y el dolor de cráneo. Quedó comprobado que soy, literalmente, un cabeza dura y que, en lo que refiere a calefones a gran velocidad, le hago honor a mi apellido.
En fin… Lo colgamos de nuevo y funcionaba, increíblemente funcionaba. No podíamos creerlo. Emilia, sobre todo, estaba de lo más contenta: no soporta lavarse la cara con agua fría por las mañanas. Agotados de un fin de semana tan movido, tan de vivir en esta audacia y de coquetear con la muerte, nos hicimos refuerzos de huevo frito. Y sí: la vida sigue a pesar de la mala onda de los calefones.

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