jueves, 17 de octubre de 2013

El viaje a Neuquén: primera entrega


 

Estoy en falta, chiquilines. Doblemente en falta porque debo dos posts. Bueno, ta, no puedo con todo. Entre el viaje a Neuquén y la gripe fatal que me traje de allá, la verdad, no he podido. Pero decidí no sentirme culpable por eso. Sepanló, así, con tilde al final.
Tengo muchas cosas para contar. Por ejemplo que fui a Buenos Aires en el nuevo barco de Buquebus, el “Francisco”. Sí. Yo pensé que con ese nombre todo el evento de subirse al barco iba a estar imbuido de, no sé, cierta caridad cristiana, pero no. Aquello fue la misma salvajada de siempre. Todo el mundo corriendo, vigilando por el rabillo del ojo a ver si los contrincantes estaban muy cerca o si han podido dejarlos atrás. En fin, un horror, como siempre, sólo que con otro barco. La solidaridad brilla por su ausencia, las ancianas se transforman en monstruos capaces de hacerte zancadillas con los bastones, y todo es corridas de un lado a otro, todos tratando de asegurarse un buen asiento. ¡Por qué no los numeran, digo yo!
La cosa, de todos modos, para mí, empezó antes, cuando una señora venezolana pensó que yo le quería sacar su lugar en la cola y se dedicó, a partir de ahí, a golpearme con la valija en cada una de las vueltas de la fila, de manera de mantenerme a prudente distancia. Y les puedo asegurar que me encajaba la valija en las canillas a propósito, para darme una lección de algo. En cualquier caso, era interesante estar allí. Yo no sé si es que el “Francisco”  todavía tiene olor a estreno, pero la gente, sobre todo las mujeres, llegaba al puerto de lo más producida. Casi como para una fiesta, diría yo, un cóctel, aunque a mí me hizo pensar más bien en las matinés de domingo del cine Artigas, en Durazno. La cosa es que ellas llegaban con sus bolsos de Gucci y algún foulard DKNY puesto como al descuido, todas peinadas de peluquería y con el maquillaje impecable, pero la elegancia se les iba al traste nada más ver la cola de 600 personas esperando para hacer el check-in. Sólo unos pocos elegidos zafaban de la cola eterna para hacer el check-in en la ventanilla exclusiva de los vips (y los vipísimos, diría mi amigo Moix) y luego pasar directamente al barco, entre risas alocadas y copas de cava (digo cava para que no se me enojen los franceses, pero me refiero al champagne).
Los demás, a la cola de, no digamos los pobres, pero sí la clase media. O sea, por más Gucci, DKNY, Armani y Carrie Van Hise, lo cierto es que allí, todos éramos clase media. Ahora que lo pienso, hasta los de la ventanilla de los vips eran clase media. Vamos, que los ricos no viajan en barco a Buenos Aires: van en avión directamente. Y los riquísimos en avión particular. Los más excéntricos en helicóptero. Y me dijeron que López Mena se teletransporta, así que… Claro, si el tipo viajara una sola vez en sus barcos y se viera enfrentado a las colas eternas y a las señoras que usan sus valijas como si de armas se tratara, pensaría seriamente en si es buena idea seguir dándole buques al mundo.
Pero, volviendo al tema, me apenaban las señoras: tanta producción para nada. Una hora después, con todos parados allí, amontonados y muertos de calor en la recepción del puerto, los peinados se veían deslucidos y el maquillaje amenazaba con resbalar cara abajo. Y después vinieron, luego del trámite de migraciones, las corridas por el asiento. La única satisfacción que tuve, y una muy tonta, lo confieso, fue que la venezolana de la valija asesina iba en clase económica y yo en turista, un piso por encima de ella. Les juro, cuando me vio subir las escaleras casi le da un vahído. Porque, aparte, yo no sé cómo hizo, pero lograba estar siempre delante de mí. Tenía necesidad de venganza por mi afrenta (imaginada por ella, la muy paranoica) y me mantenía a raya con su valija marca Totto, la recuerdo perfectamente, marroncita y sin gracia. Lo hizo incluso cuando bajamos del barco. Sí, no sé cómo, pero logró quedar delante de mí otra vez, ¿no es increíble? 
Pero algo bueno hay que decir: el “Francisco” es realmente rápido. Va como pedo: en dos horas y cuarto ya estaba en Buenos Aires, con cinco horas para gastar antes de tomar el avión a Neuquén. Y como soy muy ocurrente, tuve una idea genial: ir a pie desde el puerto a Aeroparque, total, tenía tanto rato… Pero esto se los cuento en la próxima, ahora me tengo que ir a pulir los callos que me salieron después de esa caminata infame.

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