Hace unos días estaba
nublado y agradablemente fresco, así que decidí ir caminando, al mediodía, desde
la Escuela hasta la librería que regentea un amigo a quien le debía una visita.
Cuando me adentro por
las calles próximas a 18 de julio, veo que salen de una guardería un montón de
niños, todos agarrados a una cuerdita, comandados por una joven maestra, o al
menos supuse que se trataba de la maestra. Los niños tenían 4 o 5 años e iban
todos muy concentrados en no soltarse de la cuerda. Preciosos los chiquilines,
la verdad. Pero la idílica imagen de la infancia se desvaneció cuando uno de
los peques soltó, a voz en cuello, “¡La concha de tu madre”. La maestra, luego
de un instante de sorpresa, le preguntó “¿Qué dijiste, Rodrigo?”. Rodrigo, ni
corto ni perezoso y consciente de quién mandaba en el lugar, le hizo caso y respondió
a la pregunta gritando otra vez “¡La concha de tu madre!”. Por supuesto, la
dicción del niño, de tan corta edad, dejaba mucho que desear, pero de todos
modos se entendía perfectamente lo que estaba diciendo. La maestra quedó,
primero, muda de la impresión, y luego roja de la vergüenza o de la rabia y le
espetó “¡No digas esas cosas, Rodrigo!”. Rodrigo la miró, midiéndola con cara
de cow-boy y gritó otra vez: “¡La concha de tu madre!”. La maestra: “¡Rodrigo!”.
Cuando la maestra caminaba rápidamente hacia Rodrigo, otro niño intervino, gritando,
feliz, como si hubiera descubierto algo maravilloso: “¡A oncha e tu mare!”. “¡Sebastián!”,
rugió la maestra, al borde del colapso. Nunca lo hubiera hecho porque, de
repente y como comandados por alguna clase de voz interior insoslayable, todos
los niños se pusieron a gritar “¡La concha de tu madre, la concha de tu madre!”,
cada uno en la medida de sus posibilidades fonéticas. Yo, simulando atarme los
cordones (me los até y desaté como cuatro veces), observaba todo desde la vereda
de enfrente. La pobre maestra se dio cuenta de que no tenía sentido ponerse a gritar
en retahíla los nombres de los quince o dieciséis niños y niñas que acababan de
descubrir lo divertido que era hacer enojar a la maestra a coro y, rápidamente
y al borde de las lágrimas, los metió a todos de nuevo para la guardería, bajo
la mirada atenta de otra maestra que se había asomado a la puerta a observar qué
pasaba. Mientras me alejaba pensaba en
que de eso se trata lo del “liderazgo negativo” del que tanto hablan docentes y
pedagogos. También me quedé pensando en que así se hacen las revoluciones. Vaya
uno a saber a dónde estaban llevando a las pobres criaturas y Rodrigo, que era
evidentemente un demonio de armas tomar, salvó la situación, no digamos con
elegancia, pero sí con inventiva.
Más adelante, a punto
de llegar a la librería, una mujer abrió tan intempestivamente la puerta del
auto que acababa de estacionar, que una joven que venía caminando no tuvo
tiempo de esquivarla y se la llevó puesta. “¡Eh, señora, cuidado!”. La señora
no era muy señora y creo que el apelativo la debe haber ofendido, porque le
contestó de muy malos modos “Tenés que ir atenta. Si ves que estoy
estacionando, es lógico que luego abra la puerta”, “Lo lógico sería que usted
se fijara antes de abrir, ¿no ve que las veredas están llenas de gente?”. Yo, a
unos metros, simulaba leer sms en el celular. Tendría que haber sacado fotos, pero no se me
ocurrió, seré idiota. Las dos discutieron acaloradamente por unos instantes
hasta que la joven, harta, mandó a cagar a la otra y siguió adelante, masajeándose
el brazo. Yo iba detrás. Al llegar a la esquina, la joven, tal vez llevada por
la lógica de un rabioso soliloquio interior, se dio vuelta y gritó, furibunda “¡Estúpida!”.
Yo estaba tan cerca que si no hubiera visto la situación anterior habría
pensado que me lo decía a mí, a pesar de mi barba, que claramente me postulaba
para “estúpido”, pero jamás para “estúpida”, pero no, era la señora del auto
que, por supuesto, ya no estaba a la vista. Frustrada, furiosa y avergonzada
por el papelón, la chica dio una patada en el suelo al mismo tiempo que soltaba
un bufido, dobló rápidamente por Carlos Roxlo y se perdió entre la gente. Por
suerte en la librería de mi amigo sonaban cantos gregorianos.
Horas después, al
tomar el ómnibus desde casa para volver a la escuela, me senté detrás de dos
mujeres que iban en animada conversación. Parece ser que había sido el
cumpleaños de 15 de “la Patricia”. Una de ellas, que no había ido al
cumpleaños, le preguntó “¿Fuiste con los gurises?”, a lo que la otra contestó “Los
dos grandes: la Yuremi y el Monparnás. Si llevo a los otros, no puedo hacer
nada y tengo que andar cuidando que no se trepen a las mesas y se pongan los
manteles como Superman”… Sí, leyeron bien: la Yuremi y el Monparnás, a los que,
por lo que me pude enterar, les fue bien en la escuela este año, por suerte. Yuremi
y Monparnás. Y estoy seguro de que se escribe así: Monparnás. Dudo mucho que en
la cédula diga Montparnasse. Yo, en el asiento de atrás, simulaba un ataque de
tos para esconder la risa. Y me retorcía de la curiosidad, esperando que dijeran
el apellido de los niños, o los nombres de los otros niños, tan dados a
revolucionar cumpleaños y rebolear mantelería. En cualquier caso, estoy seguro de que
Rodrigo, el malhablado de la guardería, haría buenas migas con ellos.
En fin: me reí tanto ese día, que de noche, a
pesar del estrés espantoso de fin de año, me acosté con una sonrisa y dormí
como un bendito.